Opinión

El hijo de carne invisible

En 1943, el barrio de Harlem, en Nueva York, se alzó en una histórica manifestación contra el racismo y la segregación de la población negra, en especial por la violencia policial. Durante los disturbios, las fuerzas aumentaron y los conflictos escalaron. En paralelo y de manera simbólica, un joven de 19 años presenció la muerte de su padrastro en un sanatorio mental. Fue en ese contexto cuando James Baldwin (1924-1987) decidió ser escritor.
James Baldwin. ALLAN WARREN (WIKIMEDIA)
James Baldwin. ALLAN WARREN (WIKIMEDIA)

Con el paso de las décadas desde su fallecimiento, James Baldwin ha recuperado la gloria de la que gozó durante los primeros años de su carrera como escritor. Terminó sus días en una relativa desaparición, como si no hubiese sido él uno de los intelectuales más relevantes del movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King y compañía. Baldwin existió como un hombre adelantado a tantas revoluciones que, cuando estas llegaron, él resultó a la vez visionario y ajeno, distante en el tiempo. Su historia es la de alguien cargado de tantos colores que se antoja inexplicable la invisibilidad en la que fue sumido.

La obra de Baldwin vive un estado ambiguo en el mundo editorial. Pese a su condición como escritor polivalente, con ensayo, teatro, artículos y novelas, tipo de texto con el que inició su trayectoria; es difícil encontrar sus libros fuera de las ediciones en inglés y, especialmente, aquellos trabajos que no componen el catálogo indispensable del autor, las obras menores o de fama inferior. Conocerlo a través de su obra se vuelve complicado, pero más hacerlo por su vida, una de esas de acceso casi prohibido.

James Baldwin aseguró en varias ocasiones que él no había tenido infancia, que en aquel tiempo probablemente careciese de cualquier identidad humana y, de hecho, vivía muerto desde el propio parto. Lo cierto es que Baldwin fue el rastro que quedó de la relación íntima de su madre con un hombre de identidad desconocida hasta el día de hoy, alguien a quien llamar padre y que nunca hizo uso del título ni fue añorado como tal por el escritor. Los estudiosos de la vida de Baldwin suponen que, casi con total seguridad, el padre biológico fue uno de los drogadictos del Harlem tan comunes en aquellos tiempos. Morían con rapidez.

La madre de Baldwin sintió un alivio y agradecimiento desbocados cuando un hombre de edad superior a la suya la vio con la ternura suficiente para ser su esposa. En esa mirada no entraba un niño de 3 años y, por ello, desde que el escritor tenía memoria la relación entre ambos había sido un conflicto constante. Con frecuencia, el marido de su madre y padrastro, al que siempre llamó padre, se refería a Baldwin como "el niño más feo que he visto toda mi vida". La maldad era inesperada para alguien que trabajaba en la Iglesia pentecostal.

El matrimonio trajo al mundo a ocho hijos más, de los cuales James era el cabeza por edad y la cola por amor fraterno. El borrado al que Baldwin sometió a su infancia se refleja, por ejemplo, en las pocas dedicatorias a su familia y, en especial, a su madre. Se conoce de ella la sonrisa, con la que, según el escritor, decía todos los "te quiero" que podía. Las mudanzas fueron frecuentes a lo largo de su niñez, pero siempre dentro del Harlem. La frontera física existía y esto se materializaba con las sucesivas oleadas de inmigración que se fueron asentando en un barrio por entonces mixto, encaminado a ser uno de los ghettos por excelencia.

Los conflictos en el hogar de Baldwin se multiplicaban a medida que envejecía, ya que no hubo un proceso de maduración y crecimiento, él había nacido ya como un joven adulto. Su visión suponía una grieta insalvable en el seno de una familia de moral y fe. Pese a haber salvado a un hijo de su padrastro de ahogarse y no fomentar la discordia de manera deliberada, las palizas y peleas entre ambos hombres marcaron el ritmo de los meses, aunque uno de ellos apenas superase los 11 años.

Los motivos del odio terminaron por salir a la luz. El padrastro, respetado por la comunidad afroamericana de Harlem por ser predicador, detestaba la afición a la lectura y el cine de Baldwin y, sobre todas las cosas, las amistades del niño con otros muchachos blancos. La visión de la fe y la salvación fue tal que el escritor, a los 14 años, comenzó a formarse y hacer pequeños actos como predicador también. Duró lo suficiente como para marcar el resto de su vida y fijar en su mente uno de los temas recurrentes: la religión. En esos tres años obtuvo una nueva visión de sí mismo y su comunidad, pero obtuvo de vuelta como recompensa una oratoria que emplearía durante el resto de sus días.

Durante ese periodo, el padrastro de Baldwin comenzó a trabajar en una fábrica de bebidas alcohólicas y se sumió en un declive paranoide que mermó su peso como predicador, aunque aumentó el temor que insuflaba en su casa. Las relaciones con sus hijos pasaron a ser completamente violentas y su odio hacia los blancos era absoluto, hasta el punto de que rezaba por una venganza divina. La madre, en contraste, se radicalizó como una figura total de amor.

La paranoia de aquel hombre alcanzó tal límite que el ingreso en un sanatorio mental era inevitable. El 29 de julio de 1943, falleció de tuberculosis al día siguiente de recibir la visita de James Baldwin tras una insistencia implacable de su madre. En el lecho de muerte, comprendió al verlo que, sin justificaciones, la violencia había sido un canal de advertencia y protección con resultados nefastos. Ese mismo día, la reciente viuda dio a luz a la última hija del matrimonio, nacida huérfana por una cuestión de horas, y los disturbios en Harlem contra el racismo alcanzaron su pico.

La vocación de escritor en Baldwin se mostró evidente solo entonces, libre del yugo familiar. En paralelo a la violencia hogareña, el joven había mostrado signos de brillantez en lo académico y varios de sus profesores intuían una capacidad especial para el lenguaje. Las notas que su madre enviaba a la escuela se habían hecho famosas y dejaban entrever un posible origen en el cuidado por la lengua. Pero en el niño, esto iba más allá. Sin haber llegado a la adolescencia, se había refugiado en obras de Dostoyevski, el libro La cabaña del Tío Tom y en Dickens, un autor al cual admiró hasta su final desde la lectura en su infancia de Historia de dos ciudades.

Tras recibir una carta del alcalde de Nueva York elogiando uno de sus poemas para musicar, Baldwin hizo saber que escribía, aunque en su casa era una realidad difícil de aceptar. Los profesores, conscientes de la tesitura, recomendaron al joven que se pasase por la biblioteca de Harlem. Allí encontró un santuario y llegado el momento de morir décadas después, legó todos sus escritos acabados e inacabados a esta biblioteca.

En el instituto, formó parte del periódico escolar y su análisis del pasado y el presente de Harlem le valió el reconocimiento de todo el barrio. Los elogios no fueron ignorados por determinados sector y el renombrado poeta Countee Cullen, perteneciente a la corriente Renacimiento de Harlem. Este se convirtió, tiempo después, en mecenas e impulsor de Baldwin.

Continuó de manera brillante sus estudios en otros centros avanzados, siempre integrado en redacciones de periódicos juveniles, al tiempo que ahondaba en pequeñas obras de teatro y textos sin vocación ni género. En esta época, comprendió que sus deseos se inclinaban hacia los hombres al entender que lo que otros encontraban en las mujeres, en su caso existía únicamente en la mirada hacia otros chicos. Fue durante sus años como joven predicador y declaró tiempo después que la fe había sido el peor de los castigos y represiones. Sus deseos eran insalvables.

Entre los asesinatos en la calle Lenox y las prostitutas que trabajaban frente a su puerta, Baldwin desarrollaba una vida dedicada a encadenar trabajos mal pagados para sostener a sus hermanos y su madre mientras una pulsión literaria cada vez se volvía más irrefrenable. Consiguió, gracias a una serie de mentiras y falsificaciones, un empleo que traería el despertar de una ira que desconocía.

Durante una temporada, trabajó en Nueva Jersey construyendo un almacén para el ejército de los Estados Unidos. En su última noche allí, tras semanas de peleas con obreros blancos llegados del Sur con sus costumbres racistas y de segregación, decidió salir a cenar con un amigo. En el primer restaurante, tras una larga espera, advirtieron de que allí no daban de cenar a negros. Optaron por ver una película entonces, y a continuación probar en un bar. De nuevo y con menos miramientos rechazaron al cliente negro. Finalmente, ya inundado de enfado, Baldwin pidió cenar en otro local. La camarera se negó y, acto seguido, Baldwin la agarró del cuello y la acorraló contra la pared. Arrojó una jarra de cristal contra ella minutos después y abandonó el lugar corriendo por su supervivencia.

En su vuelta a Harlem, los despidos se sucedían sin cesar. Los problemas para sostener a su familia empeoraban y, sin quererlo, el alcoholismo llamaba a su puerta. Un día, tras dormirse durante su turno en la fábrica de carne procesada, sufrió el primero de sus ataques nerviosos. Diversos artistas del Renacimiento de Harlem se volcaron con él para demostrarle que era posible ser negro y vivir de una vocación como la escritura. Las gentes de Greenwich Village lo salvaron al tiempo que se convertían en mentores. 

Tras la Segunda Guerra Mundial, Harlem quedó desolado por una crisis económica y, en vistas del horizonte, James Baldwin abandonó su barrio para acercarse a la intelectualidad de Greenwich Village. Lo sorprendente de aquel proceso fue el despertar sexual, la variedad de hombres y mujeres con los que Baldwin comenzó a intimar para conocerse a sí mismo en profundidad. Su gran amor de entonces fue un hombre negro heterosexual, por el cual se introdujo en la liga socialista juvenil, donde se enroló en la adoración a Trotsky. Al año siguiente, su amigo y amor se suicidó al saltar de un puente y esa herida, según él mismo, solo sanó cuando usó su figura en un personaje 15 años después.

Rápidamente, Baldwin escaló a través de sus conexiones para establecerse como un colaborador habitual en diferentes medios y como crítico literario. En contraste, su público más ferviente eran los judíos blancos. Tras presentar su manuscrito al escritor Richard Wright, logró la atención de una editorial que, más tarde, se negó a publicar su trabajo. Sin embargo, labró su amistad con Wright y esto obtuvo sus frutos. Con la ganancia de una beca, pudo emprender la mudanza a París con la que soñaba y ahondar en su único manuscrito, la que sería su novela debut.

Intuyéndolo, inició así su gran exilio de Estados Unidos y aterrizó el 11 de noviembre de 1948 en la capital francesa, con 24 años y supuestamente 40 dólares en el bolsillo, aunque esta cantidad ha sido fruto de debate. Su sexualidad, el peso de la religión y la necesidad de descubrirse como escritor ajeno a la etiqueta de autor negro fueron los principales motivos que lo trajeron a Europa. En París encontró un ambiente radicalmente distinto y en donde era leído como un estadounidense al mismo nivel que el sureño racista que lo preferiría muerto.

No tardó en involucrarse con el movimiento artístico de la Rive Gauche y a editar artículos, aunque la pobreza fue una constante durante los 9 años que pasó en París. Se hospedaba en los hoteles donde se sabía que se refugiaban escritores de todo el mundo. Con el paso del tiempo, entró en contacto con Sartre, Truman Capote, Simone de Beauvoir y Max Ernst, entre muchas otras figuras. Además, en la capital encontró a Lucien Happersberger, un joven suizo de 17 años que se había entregado a la rebeldía como hijo de un pequeño burgués y que, con el tiempo, pasó de ser su amante a un amigo que lo acompañó hasta la muerte.

Tras enemistarse con gran parte de sus mentores de Harlem posicionándose en contra de las novelas protesta y recibir atención intelectual desde su país aunque con un océano en medio, Baldwin debutó en 1953 con la novela Ve y dilo en la montaña, una obra con matices autobiográficos que ahonda en la relación de la fe y la identidad dentro de la comunidad afroamericana y el seno de las familias. Reconocida ampliamente como la mejor obra de ficción de Baldwin, esta novela se encuentra por consenso entre las mejores del pasado siglo XX y un precedente literario único al gran activismo por los derechos civiles.

La figura de Baldwin ganó relevancia y atrajo la atención de numerosos críticos, editores e instituciones. Gracias a su debut, recibió una beca Guggenheim para comenzar una segunda novela y su vida cambió de manera sustancial de la pobreza sistémica a ser parte de la Academia y los círculos intelectuales. Tres años después llegó Anotaciones de un hijo nativo, una especie de ensayo y recopilación del pensamiento de Baldwin sobre la relación del hombre negro y la identidad estadounidense. Se creó así la separación entre el novelista y el pensador, algo que arrastraría hasta el final de sus días.

Entre idas y venidas de París a Estados Unidos, aventuras por Suiza y España, donde mantuvo un romance con Gil de Biedma, y exiliarse incluso de la capital a un pequeño pueblo francés, comenzó a retrasarse en su escritura, práctica que se agravaría paulatinamente hasta un punto de no retorno.

En 1956, da de nuevo un puñetazo en la mesa de la escritura contemporánea y se adelanta décadas al abordar temáticamente la homosexualidad y, de manera brillante, la bisexualidad. Con La habitación de Giovanni, la identidad del autor se marca de nuevos de colores y asume públicamente la etiqueta gay en su biografía, que ya contaba con las de pobre y negro. Su condición de visionario, ahora reivindicada, llevó a la incomprensión y la exclusión en su momento.

El escritor comenzó a ser visto como una oreo, término que la comunidad afroamericana emplea para aquellos negros que, en el interior, son y ansían ser blancos. Pese a haber reivindicado en nombre de todos, e incluso de aquellos que esos todos querían dejar fuera; el compromiso que se le exigía debía ser más.

Tras un intento de suicidio por sobredosis de pastillas ese mismo año, decide volver a Estados Unidos tras ver la imagen de la niña afroamericana abucheada por asistir a una escuela blanca. La semilla del cambio se estaba sembrando y quería formar parte de quien cultivase la revolución. Después de un breve encuentro con Edith Piaf, el escritor vuelve de su exilio en 1957.

El bloqueo creativo de James Baldwin se manifestaba cada vez más intenso, por ello su presencia en el activismo por los derechos civiles se reforzó. Era capaz de entregar lúcidos artículos y crónicas, pensamientos breves y directos; pero los formatos editoriales lo llevaban a forzar su límite. Su posicionamiento como orador y observador se posicionó a medio camino entre Luther King y Malcolm X, pero con base en el socialismo. Por este motivo, el FBI comenzó un seguimiento de su trayectoria política que se saldó con un informe de casi 2.000 páginas durante una década.

Baldwin formó parte de la gran marcha por la libertad en 1963 junto a Sidney Poitier y Marlon Brando, pero su figura generaba conflicto ya que el Movimiento por los Derechos Civiles era hostil desde su planteamiento hacia las personas homosexuales o de cualquier orientación sexual disidente. Aunque Luther King no tuviese problema alguno con ello, ya que uno de sus asesores y hombres de confianza era gay, su círculo más próximo apostó por apartar a Baldwin y retirar los micrófonos de su boca. Entendió lo ocurrido y aceptó la invisibilidad forzosa, de nuevo.

En medio de su fuerte implicación política, el escritor publicó su tercera y cuarta novela, dos obras de corte experimental sobre las identidades sexuales y raciales que se superponen. No gozaron de éxito ni una aclamación consensuada, aunque sí lo hizo su ensayo La próxima vez el fuego, de nuevo una reflexión sobre la cuestión afroamericana en su país. En este punto, se determinó que así como había sido un novelista imaginativo y brillante en sus primeros años, lo importante de su obra radicaba en los ensayos y su pensamiento.

Por segunda vez, Baldwin vuelve a Francia, al sur, al mismo pueblo en el que Chagal había vivido, Saint Paul de Vence. Allí sus textos se volvieron más beligerantes y asociados a los nuevos movimientos por la libertad sexual, que lo tomaron como un precedente clave. Sin embargo, la crítica los consideraba inferiores y su trayectoria editorial entró en declive, al leerse su figura como la de alguien desconectado de la realidad y del público que lo seguía.

Nina Simone, Miles Davis, Josephine Baker o Ray Charles se pasaron en múltiples ocasiones por su casa, además de otros muchos autores europeos que lo encontraban fascinante todavía. Baldwin terminó sus días en Francia, a medio camino entre la elegía y el olvido, como un superviviente de un ciclo que era preferible olvidar. Cerró su obra literaria con una colección de poemas y un último ensayo, habiendo abandonado la novela mucho antes.

Baldwin murió el 1 de diciembre de 1987 a los 63 años por un galopante cáncer de estómago que no pudo superar pese a tratarse médicamente. A su entierro acudieron Maya Angelou y Toni Morrison, entre otras figuras intelectuales, e inmediatamente comenzó a recuperarse su figura, casi de cuerpo presente todavía.

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