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La quiebra del iceberg

Hace cien años se publicó Tres historias y diez poemas, la primera obra de Ernest Hemingway, con una pequeña tirada de 300 ejemplares. Hoy nadie pone en duda ni su inmensidad literaria ni su polémica vida.
Ernest Hemingway (i) y su mujer, Mary Welsh (c), en la barrera de la plaza de toros durante una corrida de los Sanfermines. EFE
photo_camera Ernest Hemingway (i) y su mujer, Mary Welsh (c), en la barrera de la plaza de toros durante una corrida de los Sanfermines. EFE

UNA FUNESTA TRAYECORITA de deseos frustrados que vienen muy de lejos y muy del fondo. La teoría del iceberg, el estilo narrativo que Hemingway acuñó y perfeccionó a lo largo de sus obras, no sólo está presente en su literatura. Todo lo que vibra debajo de una existencia y que se oculta, se omite, se intenta olvidar. De algún modo, o de muchos, produce miedo, vergüenza, inseguridad, cataclismo. Aquello que choca con el iceberg visible —provocando las heridas— suele ser uno mismo desempeñando el oficio de vivir. Podría interpretarse así. 

Ernest Miller Hemingway nació en 1899 en Oak Park, al norte de Illinois, y al cumplir un año, su familia adquirió una casa de verano situada a orillas del lago Michigan. Un lugar solitario y elemental, donde los primeros contactos se encontraban en la naturaleza: el mar, el bosque, los peces, la extensión de arena que conformaba la playa, el sonido y el vuelo de las aves. Le gustaba escuchar historias y le gustaba contarlas. 

Ya desde muy niño, regresaba a casa fabulando, exagerando, acentuando los colores de la aventura. Su padre, Clarence Edmonds, era ginecólogo naturista, su principal afición consistía en disecar animales que posteriormente exponía en distintos rincones de la casa y fue su figura la que guio los primeros pasos del pequeño Hemingway. Su madre, Grace Hall, era profesora de canto habiendo querido ser, ella misma, cantante, sin conseguirlo, lo que derivó en no pocas frustraciones cuyos tentáculos aprisionaron a su descendencia.

La primera infancia, pues, transcurrió entre el aprendizaje de una rudeza asociada a la hombría con tintes de niño salvaje del lago Michigan y el desafortunado impulso de una madre dominante que parece que traspasó los límites de la moda de principios de siglo XX, no únicamente vistiendo al niño como su hermana Marcelline, sino llamándolo Ernestine y presentándolas como hermanas gemelas. Esta especie de confusión de roles y deseo malogrado de la madre pudo haber marcado la inclinación exacerbada del futuro escritor a exhibir, durante el resto de su vida, una masculinidad que hoy, sin lugar a dudas, se considera tóxica. Podría interpretarse así.

A los cuatro años aprendió a pescar y a cazar, tuvo su primera escopeta a los diez y poco después aprendería a boxear. También a sobrevivir en casos de emergencia y a aguantar el dolor con estoicismo, tal y como le había enseñado su padre, a raíz de varios accidentes sufridos en el bosque y en el mar. 

Después de estos aprendizajes, una enseñanza reglada parecía demasiado suave para el espíritu agreste del joven Hemingway que rechazó entrar en la universidad y, en 1917, encontró trabajo en el Kansas City Star, el periódico de Misuri que, a través de su manual de estilo, fue configurando el particular modo de escribir que lo llevaría a la cumbre literaria. Un año más tarde fue la guerra. Y entonces se alistó. La Cruz Roja demandaba reclutas para conducir ambulancias y él pasó a formar parte de la llamada Cuarta Sección, en el frente italiano. Recogía heridos y los trasladaba a los hospitales de campaña. En estas idas y venidas conoció al escritor y periodista John Dos Passos, con quien forjó una amistad, a la vez, luminosa y sombría, característica común a todas las relaciones que mantuvo a lo largo de su vida. 

Tras una primera experiencia traumática en Milán, consideró que sus siguientes misiones no eran lo suficientemente arriesgadas para satisfacer la pulsión del peligro que anidaba en él. Así que lo enviaron a Fossalta. Desde allí recorría en bicicleta las trincheras repartiendo provisiones a los combatientes. A principios de verano, una ofensiva nocturna alcanzó el cuerpo de Hemingway que fue trasladado, malherido, al hospital de la Cruz Roja americana en Milán. Allí cumplió 19 años y allí se enamoró de una enfermera con quien pensaba casarse al finalizar la guerra. El plan no salió bien y ella, Agnes von Kurowsky, quien sería una de las inspiradoras del personaje de Catherine Barkley en ‘Adiós a las armas’, nunca se reunió con él en Estados Unidos. Se dice que después del abandono cayó en un periodo de depresión y orgullo herido. Y también que la experiencia establecería una determinada pauta de comportamiento futuro. Aproximándose un poco a los hechos que se fueron sucediendo, podría interpretarse así.

El regreso a casa no fue sencillo en términos de adaptación. Nada había cambiado en la atmósfera hogareña, la claustrofobia hogareña, impregnada de normas morales y traumas interiores, y el conflicto estalló con un final abrupto. Su madre lo echó de casa y ahí se abrió una grieta que no hizo sino engrandecerse y llenarse de amargura culpable. Se trasladó a Chicago y la búsqueda infructuosa de trabajo fue una constante angustia. Finalmente consiguió un empleo en la revista The Cooperative Commonwealth y allí conoció al escritor Sherwood Anderson que, junto con la que sería su primera esposa, Hadley Richardson, se convertirían en personas clave —de brillo y tinieblas— de su vida y trayectoria como escritor. Tras casarse, se trasladaron a París.

De la pluma de Anderson, llevaba cartas de presentación y recomendación para personalidades consolidadas y asentadas en la Rive Gauche parisina: Gertrude Stein, Alice B. Toklas, Sylvia Beach, Ezra Pound, James Joyce. Los primeros envíos a revistas fueron rechazados y la desesperación por publicar pasó a primer plano pasando la ansiedad económica al segundo puesto gracias al respaldo de su mujer. La bebida devino en hábito, así como la necesidad de moverse, de destacar, de experimentar, de conquistar. Viajó por primera vez a Pamplona. Luego llegó el primer avance literario con ‘Tres historias y diez poemas’, publicado en 1923. Tras nacer su primer hijo, se vinculó a la revista The Transatlantic Review junto con Ford Maddox Ford y entabló amistad con Scott Fitzgerald. Su relación no escapó de los picos y los valles, radiantes y tenebrosos, ya convertidos en patrón común. En 1927 se editó ‘Fiesta’, fruto de las experiencias de Pamplona, al tiempo que se deterioraba su matrimonio. Se divorció de Hadley y se casó con Pauline Pfeiffer y se trasladaron a vivir a Cayo Hueso, Florida y, más tarde, a Cuba. Tuvieron dos hijos y muchos problemas. Viajaron mucho, trayectos en los que se mezclaban las amantes, los amigos, el alcohol, la escritura. En 1929 se publicó Adiós a las armas y, a partir de ese momento, se inició un intenso debate con la crítica que no terminaba de asociar a Hemingway con un buen escritor.

Todo lo que experimentaba se convertía, más adelante, en un libro. No todos los protagonistas, reconocidos en los personajes de ficción, se quedaban contentos. Perdió multitud de amistades de ese modo. Él se mostraba tajante y decepcionado, a ratos incomprendido, a ratos soberbio. Como la cotidianidad se le quedaba corta, decidió ir de safari a África, después se compró un barco al que bautizó Pilar. Y se fue de pesca. Al estallar la Guerra Civil Española consiguió viajar como corresponsal y se implicaría profundamente en la lucha antifascista junto a una periodista llamada Martha Gelhorn, que sería su tercera esposa. Pauline Pfeiffer nunca superaría aquel divorcio. Se mudaron a Ketchum, Idaho, y en los inviernos se trasladarían a Cuba. Escribió Por quién doblan las campanas y su fama se consolidó. A finales de la Segunda Guerra Mundial conoció a Mary Welsh, corresponsal de la revista Time. Y se casó con ella. Sin renunciar a otros amores ni a otras aventuras, siguió escribiendo, emborrachándose y viajando. En 1952 ganó el Pulitzer por El viejo y el mar y en 1954 le dieron el Nobel. Meses antes había tenido un grave accidente de avión en África y había comenzado su caída. Se sintió solo, se aisló, se frustró, se deprimió, bebió. El deterioro físico se evidenciaba cada vez más. Empezaba a verse el iceberg oculto. Podría interpretarse así. 
En julio de 1961 cogió una escopeta y se disparó un tiro en la cabeza.

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