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El Camiño del sufrimiento

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photo_camera Tania Solla

La idea fue una locura desde su origen. En el transcurso de una cena, dos parejas propusieron hacer el Camiño en bici desde el sur de Portugal. Al comentárselo a algunos amigos decidieron sumarse, hasta completar un grupo de 14 aguerridos y aguerridas ciclistas que se fueron envalentonando mientras lo planificaban: elegirían las rutas más complicadas, los tramos más largos, pedregosos y escarpados. Eran ciclistas aficionados a los que aquella empresa le venía muy grande y todos eran conscientes de ello aunque ninguno lo dijera en voz alta. Muchos ni se conocían entre ellos más que de las tres reuniones que habían tenido para organizarlo. Eran amigos de amigos que se habían sumado al plan.

Salieron imaginando que abandonarían, si no el Camiño al menor el plan asesino que se habían marcado. Ya la primera etapa fue dura. Hubo calambres, pájaras y alguna que otra idea de abandonar, pero todo el grupo la terminó con éxito. Nadie se separó. Si alguien estaba en problemas todos paraban. Alguno dijo que eso no era muy buena idea, pues parar a medio camino cuando el cuerpo está en ritmo y los músculos responden no soluciona nada, al revés. Nadie le hizo mucho caso.

Las siguientes etapas fueron endureciéndose hasta límites inhumanos. Ahí acordaron una decisión: tomar dos días de descanso no programados, recuperarse, buscar un buen masajista, recuperar fuerzas y seguir con la ruta programada. No fue mal. Las otras opciones eran rendirse o cambiar el proyecto inicial por otro a base de etapas cómodas y fáciles. Se apoderó de ellos un espíritu colectivo de lucha y de resistencia. Volvieron al Camiño y al sufrimiento. Hubo alguna caída aparatosa, más calambres, muchas agujetas y debilidad, pero aguantaron otras jornadas sin parar.

Poco hablaban mientras pedaleaban. Era imposible mantener conversaciones mientras las bicis botaban sobre las piedras y hasta los descensos eran peligrosos. Vieron algunas señales que indicaban que había tramos no recomendados. Las ignoraron. Los superaban con cuidado, desmontando a veces y empujando las bicis y descendiendo lentamente. Sufrieron jornadas de calor asfixiante y otras de lluvia persistente. Pero siguieron. A lo largo de los días fueron conociéndose mientras comían o cenaban.

Siempre había alguien del equipo al borde de la rendición y cada vez aparecía algún compañero dando ánimos y tirando del más débil. Todos admitieron a mitad de camino que lo que estaban haciendo era una locura y que el esfuerzo era insoportable, pero a esas alturas rendirse ya no era una opción. Se habían embarcado en aquella gesta y se sentían héroes viajando al Polo Sur o escalando un ochomil sin oxígeno. Todavía se tomaron algún otro día de descanso para reponerse, pero también se iban sintiendo más fuertes poco a poco. Por las noches hablaban de sacrificio, de superación personal, de lo que estaban logrando y eso les reconfortaba.

Cuando llegaron al Obradoiro, frente a la Catedral, detuvieron sus bicis y se miraron durante un buen rato, sin decir nada. Uno, nadie recuerda quién, se bajó de la bici, la levantó sobre su cabeza y la estampó contra el suelo mientras chillaba como un vikingo. Todos, como si aquello fuera una señal, hicieron lo mismo. Fue su rito de iniciación, su manera de celebrar el éxito de aquella misión delirante. Luego reían, lloraban, se abrazaban. Ninguno de ellos, cuando empezaron, creían en las posibilidades de completar aquel Camiño tan rebuscado, diseñado para sufrir. Incluso los que más confiaban en sus fuerzas dudaban de los demás.

Una persona con una cámara, de un equipo de una televisión francesa les pidió que repitieran la escena de la llegada, que cuando empezaron a tirar las bicis no estaba grabando. Se negaron. Los momentos únicos no se repiten, le dijeron. Salieron todos y todas con sus maltrechas bicis a cuestas y se despidieron a la mañana siguiente.

La mayoría del grupo, los que no se conocían antes del Camiño, no supieron nada de los demás durante un buen tiempo. Aquel viaje se fue convirtiendo en el recuerdo de una hazaña única en sus vidas. Así fue hasta que al cabo de tres años una de ellas empezó a contactar con el resto del grupo para proponerles repetir aquella experiencia. Todos le dieron un no tajante, así que ella rebajó las pretensiones y dijo que en esta ocasión lo harían por los caminos más fáciles, para disfrutar del viaje, de la gente, del paisaje y todo ello sin sufrir.

Y ahí están ahora mismo, pedaleando y viviendo el Camiño, mirando en sus ratos libres las fotos del anterior viaje. No tirarán las bicis en el Obradoiro ni gritarán como vikingos, pero se abrazarán y llorarán y reirán como la primera vez. Parece que van a repetir cada año, o eso dicen, buscando rutas alternativas pero ahorrándose aquella primera experiencia porque las cosas únicas se hacen sólo una vez en la vida.

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