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Aprender a vivir

Este 2024 se celebra el cincuenta aniversario de la muerte de la poeta estadounidense Anne Sexton. Lumen publicó el pasado mes de marzo el volumen Poesía Completa, en el que reúne toda su obra. Y su vida
photo_camera Anne Sexton /LUMEN

La vida de Anne Sexton empezó como todas, siguió como muchas y acabó como pocas. No exactamente por el final en sí, aunque también, sino por la cantidad de cosas que había construido y la enormidad de cosas que había pulverizado antes de reclamar a la muerte su porción de tierra.

Mary Gray y Ralph Harvey eran un matrimonio aparentemente bien avenido, con tres hijas aparentemente bien preparadas para perpetuar la tradición y con una vida que, aparentemente, no auguraba otra cosa que vibrante felicidad. El escenario era enorme, al igual que la mentira. "Una gran casa con cuatro garajes", diría la poeta en una ocasión. Situada en Annisquam, en la costa norte de Massachussets, aquel portentoso símbolo de clase resplandecía durante las numerosas tardes y noches de fiesta. La distinción y el buen gusto se desparramaban por las estancias. También el alcohol. Ralph, de todos era sabido, bebía demasiado, pero no se tenía la certeza o no se hablaba, de puertas para fuera, del problema que eso suponía para la estabilidad familiar. Era un progenitor abusivo. La disciplina se imponía con el cinturón de Ralph mediante. Sin embargo, los negocios iban bien. La fábrica de lana que dirigía auguraba muchas fiestas más. Salvo que la historia no transcurrió exactamente así. Por su parte, Mary Gray había renunciado a su futuro como poeta, para cumplir de manera fiel el rol que la sociedad le había asignado. Su reacción a los primeros éxitos de Anne Sexton sería ambigua, inquietante. Un sentir como un cuchillo usurpado y, a la vez, en cierto modo, como un bisturí orgulloso de la genética. Ese filo parecía representar la totalidad de la relación entre madre e hija. Algo siempre al acecho dispuesto a seccionar.

A esa mansión, que podríamos llamar hogar o denominar abismo, fue a parar la primogénita de Anne Sexton, Linda, a la edad de tres años. La razón sería una crisis de su madre, en esta ocasión más brutal que las anteriores. La madre del marido de Anne, Alfred, se llevó a la otra hija, la pequeña Joy. De un infierno a un abismo.

Los primeros síntomas de lo que se diagnosticó como histeria y, más tarde, trastorno bipolar, se manifestaron tras el nacimiento de Linda. Una aguda depresión postparto que la sumía en un estado hipnótico cargado de ansiedad proyectada a la que seguían periodos de ira incontrolable que terminaban en violencia física. Oía voces que le ordenaban que matara a sus hijas. "Cuando se gira y me mira la veo encerrada en sí misma, observándome fijamente desde otro mundo. Sus ojos echan humo, como si hubiese metido los dedos en un enchufe y toda esa corriente nerviosa estuviese buscando la salida a través de ellos. Su pelo trepa desde su cabeza. Me mira con odio. Retiro rápido la mirada. Sus ojos llamean, destellan, su mano me abofetea. La extensa huella de sus dedos me arde en la mejilla. Empiezo a llorar". Esas palabras de Linda tratarán de hallar algún tipo de explicación, muchos años más tarde, en un libro de memorias, Buscando Mercy Street. El reencuentro con mi madre, Anne Sexton. 

Alfred, de apodo Kayo, era viajante a las órdenes de su suegro Ralph. Con la promesa de hacerse cargo del próspero negocio, Kayo había dejado la universidad y había estado dispuesto a empezar por abajo. La prosperidad no fue tal y la promesa, claro, nunca se cumplió. Nana, la madre de Alfred, tuvo dificultades para perdonar eso y todo lo que vino después. Las terribles peleas de su hijo con la poeta, los ingresos en sanatorios psiquiátricos, el cuidado de las niñas, el desastre familiar. Pese a su amargura por un decepcionante y espantoso porvenir, esa abuela fue la persona adulta de referencia. Aparecía en casa, hacía la limpieza, la comida, llevaba y recogía a las niñas del colegio. Se ocupaba del destrozo. Pocos años habían pasado desde aquel enamoramiento poderoso, que había hecho saltar los goznes del Boston más conservador —estudios abandonados y fuga incluida— hasta lo que tenían ahora. Un agujero negro. Gritos, golpes, incomprensión. "Ten cuidado con el poder, /porque su avalancha puede enterrarte, /nieve, nieve, nieve, ahogando tu montaña". Son versos de Anne Sexton, que consiguió ir creando, entre el hundimiento, en medio de las ruinas."

Cuando tenía 29 años, su psiquiatra, el doctor Orne, le sugirió la escritura como actividad terapéutica. Como exploración de sentimientos. Anne Sexton siguió el consejo y escribió su primer poema en la mesa de la cocina: "Pensé, bueno, eso podía hacerlo. Curiosamente llamé a mi madre para leérselo y ella me sugirió, para una cosa en concreto, una imagen más certera. Otro día escribí otro y se los llevé a mi doctor. Me dijo que eran maravillosos. Seguí escribiendo y escribiendo y se los di todos a él, por el proceso de transferencia; seguí escribiendo porque él les daba el visto bueno". Así nació y se forjó la poeta, referente de la poesía confesional, ganadora de un premio Pulitzer en 1967. En tan solo diez años, tras varios intentos de suicidio, fue capaz de construir un edificio de sello único, donde el lirismo había que buscarlo en el cuerpo y en el sentir femeninos. Un edificio transgresor, doloroso y punzante, que penetraba en las estancias amenazadoras del pasado y trataba de recomponerlas en las estancias amenazadoras del presente. Sin éxito. 

Se unió a un taller dirigido por el poeta John Holmes, allí conoció a quienes se convertirían en sus amigas, Maxine Kumin y Sylvia Plath. Más tarde acusaría poéticamente a Plath de robarle la muerte: "¡Ladrona!/ ¿Cómo te has metido dentro,/ te has metido abajo sola/ en la muerte a la que deseé tanto y tanto tiempo,/ en la muerte de la que dijimos que la habíamos superado,/ la muerte que llevábamos en nuestros magros pechos,/ la muerte sobre la que hablábamos tanto cada vez/ que en Boston tomábamos tres martinis extrasecos,/ la muerte que hablaba de psicoanalistas y curaciones,/ la muerte que hablaba como novias con parcelas-tumbas,/ la muerte por la que brindábamos,/ los motivos y después el acto tranquilo?". Muy pronto, la crítica respondió favorablemente, las revistas prestigiosas querían publicar todo lo que escribía, la llamaban para impartir talleres, le concedían becas.

En casa, sin embargo, continuaba el infierno. Irrumpían a menudo las escenas de terror. La mirada furibunda o vacía, el repetido gesto de enredarse el pelo con los dedos, el llanto incontrolado. De nuevo las hospitalizaciones, las acusaciones, la rabia, el odio. "Mi madre se giró hacia mí, sus ojos estaban rebosantes de odio. '¡Es todo culpa tuya!', gritó, acercando su cara a la mía. ¡Tu culpa!". También llegó la separación de un matrimonio que puede que hubiera nacido roto. Ni Kayo ni Anne pudieron o supieron seguir con sus propias vidas. Aun en la distancia se quisieron, se odiaron, trasladaron su dependencia a las sombras ausentes de cada uno. Ninguno perdonó lo suficiente.

Linda Gray Sexton fue designada por su madre, Anne Sexton, albacea de su obra. Apenas había empezado la universidad y comenzaba a respirar fuera de la burbuja de veneno, miedo y fragilidad emocional en la que había crecido. Poco después, la famosa poeta, vestida para uno de los cócteles de su pasado, entraría en su garaje, luego en su coche, y encendería el motor. Había intentado durante mucho tiempo buscar su lugar, al que llamó Mercy Street (Calle Misericordia), y que aparece en uno de sus célebres poemas. "En mi sueño/excavando en el tuétano/ de todo mi hueso, / mi sueño verdadero, /camino arriba y abajo por Beacon Hill/ buscando el nombre de una calle/llamada MERCY STREET:/ No está ahí. / Lo intento en Back Bay./ No está ahí./ […] La conozco bien. /No está ahí". 

Así terminó su deambular sufriente por el mundo. Tenía 45 años y todavía no había aprendido a vivir. Su hija Linda sigue intentándolo.

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