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Ojo con morir de éxito

El turismo necesita una planificación que prime la calidad sobre la cantidad para atajar la masificación y frenar así el rechazo social
Una playa abarrotada en la costa española. EFE
photo_camera Una playa abarrotada en la costa española. EFE

Viajar se ha convertido en un símbolo de bienestar al alcance de muchos. Los estudios lo dicen: los baches de la economía nos frenan a la hora de comprar un piso, un coche o hacer reformas en casa pero ya no nos quitan eso de salir a conocer mundo. Se ha instaurado como un ‘capricho’ consentido y hasta merecido, sobre todo tras una pandemia que nos ha conectado más con la importancia de vivir el momento. Hay quien lo ve como una inversión y quien no duda en pedir un préstamo para pegarse unas vacaciones fuera. 

Con esa filosofía, no sorprende que el turismo bata sus propios récords en un país como España, que en 2023 recibió 85 millones de turistas contando únicamente los extranjeros y sin computar los excursionistas. Para hacerse una idea de cómo se ha disparado la llegada de visitantes foráneos basta con recordar que en el año 2000 eran cerca de 48 millones. 

Esa atracción ha sido buena desde el punto de vista económico para un país como España con un modelo muy dependiente del turismo, un sector que aportó el 12,8% del PIB en 2023 y que es un nicho de empleo,  sea más o menos estable.

Pero alimentar a la gallina de los huevos de oro tiene una consecuencia: la masificación de los grandes destinos turísticos. Algunos, sobre todo los máximos exponentes de la oferta de sol y playa, ya están colapsados y llegará un momento que no tendrán capacidad para albergar a más visitantes. 

El debate sobre los límites al turismo lleva tiempo sobre la mesa, pero ha vuelto al primer plano con las multitudinarias movilizaciones protagonizadas el sábado por la población de las ocho islas Canarias para exigir un cambio de modelo frente al turismo de masas. En 2023 recibieron cerca de 14 millones de viajeros extranjeros, casi siete veces más que su población.  

El problema de la masificación se ha abordado siempre fundamentalmente desde la perspectiva de la sostenibilidad ambiental: la disponibilidad de recursos como el agua, de infraestructuras y accesos o la protección de espacios como playas, islas y parques naturales. Cada vez más destinos en España imponen cupos de visitantes diarios. En Galicia hay ejemplos como el de las Cíes o las Catedrais, que se suman a muchos otros en todo el país, como el tramo final de ascenso al pico del Teide, en Tenerife, o Doñana en Andalucía. 

Pero en los últimos tiempos ha ganado protagonismo otra vertiente: la sostenibilidad social. Se trata de conjugar el turismo con la calidad de vida de los residentes en aquellas zonas que se llenan hasta la bandera al menos en determinadas épocas del año. La saturación, el ruido o el incivismo alimentan el fenómeno de la turismofobia, como ha ocurrido en Santiago. Y no solo eso: jugar ese papel de gran destino también tiene impacto en el precio de la vivienda o en el coste de la vida. 

Hay un dato muy indicativo y es que apenas 15 municipios —de los más de 8.100 que hay en España— absorben en torno al 40% del volumen total de estancias. ¿Y si se busca la manera de extender el turismo a otras zonas con potencial y se diversifica la oferta? Destinos de deporte, astronomía, aventura o patrimonio de la humanidad, entre otros muchos, pueden aportar algo diferente, salvo que lo que guste sea convivir en el mismo espacio y tiempo con un tropel de gente, sufrir colas y tomar el sol en tumbonas adosadas a las de un desconocido. 

Diferenciarse es la vía también para captar visitantes que gasten más dinero y se queden más tiempo atraídos por una oferta de calidad, esa que se ha ido perdiendo en destinos masificados. Es posible crecer en ingresos sin elevar la afluencia. Aunque no sea sencillo ni rápido imprimir cambios en el modelo, la planificación y gestión sostenible son la clave frente a los excesos del turismo, un sector que se expone a morir de éxito.