Opinión

La eternidad de los hidalgos

Durante la transición democrática de Portugal en 1974, las manifestaciones masivas por los derechos laborales llenaron las calles del país. En unas fábricas en la ciudad de Oporto, varios grupos de trabajadores asaltaron las naves y las vaciaron por completo. Esto, junto con el silencio político, llevó a la quiebra a su propietario, quien las había heredado. Así fue como Manoel de Oliveira (Oporto, 1908-2015) se hizo cineasta a tiempo completo, liberándose de cargas.
Manoel de Oliveira. EFE
photo_camera Manoel de Oliveira. EFE

Manoel de Oliveira es con insistencia recordado como el director de cine que más tiempo ha ejercido como tal gracias a sus 84 años incansables en el oficio, o como el cineasta más longevo de la historia en estrenar una película, con 105 años de edad. Esto, sin embargo, son datos que señalan la magnitud del récord, pero no su decisiva trascendencia.

De Oliveira comenzó a dirigir cine cuando este todavía solo podía realizarse mudo y en blanco y negro. Observó la transformación de un sector como pocos otros sufrieron en un periodo de tiempo tan corto y, además, vio aparecer y perpetuarse el color en las pantallas. El avance de la tecnología en cada década lo sitúa como el único cineasta que ha sido capaz de trabajar con los antiguos sistemas analógicos y minerales y con el digital. Su historia es en paralelo la de todo el cine, la de su país y la de la transición al arte personal, de autor y alternativo desde el masivo, el popular.

El director portugués no recibió un gran número de premios en vida, de hecho atesoraba insuficientes galardones, y sus películas no gozaban de gran difusión, reconocimiento por parte del público ni fervor de su país. La crítica, no toda, adoraba su peculiar manera de abordar el trabajo cinematográfico y el pueblo francés, por supuesto, elogiaba su arte. Él, por su parte, solo pedía una cosa: poder hacer películas hasta morir. Y así le fue concedido durante mucho más tiempo del que imaginó.

De Oliveira no tuvo un momento vital en su infancia o adolescencia de descubrir el cine como tal, sino que era un elemento explicado y habitual en su hogar. Esto podría resultar chocante, pero la familia del cineasta pertenecía a ese híbrido de principios del siglo XX que era la burguesía urbana descendiente de hidalguía rural. Manoel nació en una gran casa con jardín en la Rua 9 de Julho, en el barrio de Cedofeita en Oporto, actualmente poblado con artistas y bohemios. Fue el primer hijo legítimo de una pareja con prole extramatrimonial y, por tanto, el que más orgulloso paseaban para evitar el juicio moral.

El padre del cineasta fue un empresario textil, propietario de su propia fábrica, y un hombre de carácter, curioso por el futuro, con capacidad de adelantarse al porvenir y prever lo que sería revolucionario. Fue el primer fabricante de bombillas eléctricas en Portugal con su marca Lâmpadas Hércules y décadas después, en 1930, invirtió parte de su fortuna en la construcción de una planta hidroeléctrica. De Oliveira observaba con atención los movimientos profesionales de su padre, pero, sobre todo, disfrutaba de los frutos de estos.

Pese a sus inquietudes artísticas desde temprana edad, De Oliveira fue un estudiante nefasto, capaz de las bromas más transgresoras en aquella sociedad conservadora y un zote para la enseñanza de la época. Cuando era niño, Charlie Chaplin todavía era anónimo y realizaba espectáculos de vodevil, y eso, para él, era más estimulante que la aritmética.

Con la llegada de la I República portuguesa, la situación política se volvió inestable para la familia y De Oliveira fue enviado a A Guarda, a un colegio internado de jesuitas, en el que intentaron enderezarlo. Cualquier intento de enseñar a aquel niño resultaba inútil. Por ello, fue devuelto a Portugal para que viviese los últimos años de adolescencia con sus seres queridos. En esta etapa, descubrió el deporte como competición y, por fin, se implicó en algo.

De Oliveira era un atleta excepcional, miembro de un club de élite con el que logró convertirse en campeón nacional de salto con pértiga. Con los años, comenzó a destacar como piloto de coches de carreras y, con el tiempo, ganó el premio internacional del circuito de Estoril con un Ford V8 Special, en 1937. También fue uno de los primeros miembros del Club Aeronáutico de Porto, donde destacó como piloto de acrobacias, y un artista de circo para galas de beneficencia. Vivir la vida como quería era, en realidad, su oficio y pasión.

Los cronistas y críticos de la época dejaron constancia de un "niño rico con aires de dandy, un aristócrata de Porto, un desocupado que se preocupaba por las cosas del cuerpo y rara vez por las del espíritu". Otros guardaban el recuerdo de un joven apuesto y bien vestido, de corte atlético y desparpajo amable, siempre con ánimo de invitar a una copa y paseando incansable por la Rua de Santa Catarina o la Rua das Flores.

En la intimidad, se celebraba a sí mismo intelectualmente degustando el cine mudo de la escuela soviética y cavilando sobre su propio material. Siguiendo el camino del cine, lejos del de la Física o las Matemáticas que proponía su padre, De Oliveira decidió apuntarse con 20 años en la escuela de interpretación de Rino Lupo. Al año siguiente, obtuvo su primer papel como actor. Sin embargo, el férreo control impuesto por el dictador Salazar desde el golpe de Estado en 1926 había dificultado mucho el trabajo en el sector. De Oliveira, que en un principio había ensalzado al militar, ahora comprendía la preocupación general.

Tras entrar en contacto con el cine de las vanguardias, Manoel comienza a planear su debut como director. Las dificultades técnicas y la falta de conocimiento compensaban la imaginación resolutiva del joven, que había decidido rodar un cortometraje documental sobre la vida de las personas en la desembocadura del río Duero, las gentes del mar que eran olvidadas.

Así surgió Douro, faina fluvial, estrenada en 1931. Marcó el debut de una carrera de más de 60 títulos y el inicio de una tónica habitual: la crítica extranjera amó el cortometraje y la nacional, lo detestó. Entre el público que vio por primera vez la cinta se encontraba el premio Nobel de Literatura, Luigi Pirandello. Cuenta la leyenda que al escuchar los abucheos del público y cómo este daba pisotones en señal de desaprobación, el dramaturgo italiano ironizó diciendo; "¿Tiene por costumbre el público local aplaudir con los pies a las buenas películas?".

Un par de años más tarde de aquel suceso, el joven cineasta decidió repetir como actor, esta vez en el segundo film portugués con sonido, aunque se arrepintió de haberse pervertido con un cine al que consideraba demasiado popular. De Oliveira sentía mayor pasión por el devenir de las costumbres de la aristocracia y la burguesía, aquello que veía en su propia casa, así como por lo etnográfico, lo documental, lo íntimo y, por supuesto, lo espiritual. Sin embargo, su carrera era una cuestión teórica, casi de afición, porque el conglomerado industrial del padre reclamaba y consumía el tiempo de todos los hijos.

Dedicó el resto de la década a gestionar su patrimonio y sus fábricas, las cuales había heredado tras el fallecimiento del cabeza de familia. De Oliveira poseía las menos rentables y más trabajosas, las rurales, las granjas. Sus hermanos habían recibido aquellas más pujantes por la deshonra que vivieron al ser considerados ilegítimos, según hizo constar el padre. Al mismo tiempo, la fama de mujeriego que le precedía llegó también a su fin tras conocer al amor de su vida, su esposa, quien le sobrevivió tras más de 75 años de matrimonio.

De Oliveira no abandona el cine, lo trabaja en privado y lo realiza como vía de escape, aunque los estrenos se vuelven casi imposibles por la censura de Salazar. Esto provocó que su primera etapa, la que asienta las bases de un cineasta y su proyección, sea errática. Una noche de 1940, una amiga de Manoel y su esposa fallece de manera repentina. Era una joven de un atractivo deslumbrante. El cineasta se entera por la familia de la mujer, que le ruega que acuda inmediatamente para fotografiar a la difunta en su lecho de muerte. Apresurado, salió hacia la casa. Una vez terminó el trabajo y comenzó a revelar las imágenes, De Oliveira se dio cuenta de que gracias a los tipos de película y cámara empleados, según el tiempo de exposición, se generaba una ilusión de movimiento en el cadáver, como si la joven volviera a la vida.

Este hecho, con una veracidad difícil de determinar, marcó la vida del cineasta, que encontró en esto una señal para intentar realizar una película de ficción.

Inspirado por una canción infantil, Manoel se embarca en el rodaje de Aniki Bobo, una cinta que cuenta una historia protagonizada por niños pobres de Oporto. Logró estrenar la película en 1942, superando la censura y las dificultades, aunque fue un fracaso absoluto en todos los sentidos. Ni público ni crítica comprendieron una cinta que, hoy en día, es leída como el germen del Neorrealismo italiano que llegó más tarde.

Devastado por la incomprensión, el cineasta se recluyó en los viñedos de la familia de su esposa y estableció un plan para no abandonar el cine, alternando cortometrajes y documentales, pero sin buscar nada salvo su propia realización personal. Desconfiaba de su formación, por lo que decidió formarse intensivamente en fotografía en el origen de todo ello, en la fábrica de las cámaras Agfa en Alemania del Este.

En Portugal, Manoel se había convertido en un habitual de las tertulias del Café Diana, en Póvoa de Varzim, junto a figuras de la cultura nacional como José Régio o Agustina Bessa Luís, a quien admiraba por su pensamiento y cuya obra adaptó en múltiples ocasiones. En cierto modo, De Oliveira sentía que era de ese grupo artístico menor en Europa, olvidado y casi despreciado; ese cuerpo cultural con origen en Portugal y que pasaba desapercibido por su idioma, sus símbolos y su identidad, todo ello muy ajeno en el resto del continente.

Durante 14 años, Manoel no rodó una secuencia, no pensó en el cine de manera práctica. Se dedicó a estilizar su arte, a afilar su punto de vista. Comprendió que para él, el séptimo arte era una intersección entre teatro y literatura, pero elevada a la máxima potencia. El espectador jamás debería saber más que la cámara y los narradores tiene cabida dentro de la acción. Además, impone por norma que cada detalle que aparezca en escena debe contribuir a la historia de algún modo. Esto tiene como resultado un cine difícil e intelectual, hierático por momentos y de un sentimentalismo extraño, casi aséptico y poco natural.

En 1956, con casi 50 años, De Oliveira vuelve a dirigir, pero no es hasta 1963, con Acto de Primavera, que el sector de la crítica se toma en serio su retorno con estrenos casi anuales. Se sabe que en algún momento de todos los años de silencio, la policía secreta del régimen de Salazar detuvo al cineasta por su pensamiento, su intelectualidad y su obra. De Oliveira estrenó su segunda película de ficción en 1972, tres décadas después de la primera, a los 64 años. El hecho atrajo la atención de gran parte del país y parte de la crítica extranjera, aunque también del régimen político, que ya languidecía y resultaba más aperturista con determinadas cuestiones. Con O Passado e o Presente, el cineasta portugués abre una etapa artística llamada Tetralogía de los Amores Frustrados, un momento de esplendor que marca el auténtico inicio de su carrera artística. A este celebrado filme siguieron tres más que completaban el ciclo, entre los que destaca el último, Francisca. Uno de los signos que marcó esta etapa del director portugués fue la total ausencia de emoción, que contrastaba con una absoluta presencia del sentimiento. Esa compleja dicotomía fue capaz de dividir a su vez a la población en fieles y detractores. Ahora que su carrera funcionaba, De Oliveira se lamentaba que aquellos críticos que no lo comprendieron no siguieran vivos para ver su trayectoria, un pensamiento que se volvía más irónico a medida que avanzaba su carrera y aumentaba su edad.

Tras la Revolución de los Claveles, en 1974, el cineasta perdió casi toda la fortuna familiar y personal y su casa, en la cual había vivido durante los últimos 35 años, todo ello por deudas contraídas con la bancarrota provocada por la ocupación y saqueos en sus fábricas. Libre a la vez de ataduras más allá del cine, Manoel decide aliarse con Paulo Branco y todo cambia en su trayectoria. Desde entonces, él será un rostro habitual en los mejores festivales del mundo y ahí es donde jugará sus mejores cartas. En 1985, De Oliveira estrena La bota de satén, una cinta de siete horas de duración que triunfó en Cannes y Venecia, donde recibió además un homenaje a toda su trayectoria, el cual tuvo que repetirse en 2004 debido a su longevidad. Al mismo tiempo que envejece, su capacidad para rodar y lanzar nuevos proyectos se multiplica. Entre 1980 y 2010, el cineasta realizó más de 40 títulos de diverso tipo.

Gracias a su mayor proyección internacional, intérpretes de talla mundial como Catherine Deneuve, Michel Piccoli, John Malkovich, Claudia Cardinale o Jeanne Moreau se interesaron por formar parte del particular universo del portugués. Tanto es así, que Marcello Mastroianni decidió retirarse del cine en su película Viaje al principio del mundo. Con el cambio de siglo, el cine de Oliveira se vuelve menos denso, espiritual y complejo. Experimenta un momento de esplendor y se abre al público incluso con alguna comedia oscura y perversa, o con autobiografías ocultas en ficciones más amables. Tras una nueva serie de éxitos, en la medida en que su cine podía lograrlo, Manoel decide plasmar la experiencia vivida al fotografiar el cadáver de su amiga décadas atrás en El extraño caso de Angélica. En la última película del portugués, El viejo de Belén, Don Quijote, Camões, Camilo Castelo Branco y Teixeira de Pascoaes se encuentran para debatir sobre el devenir de Portugal. La expresión dubitativa y temerosa sobre el catolicismo del director aparece hasta en su última obra. Es casi proverbial que su corazón fallase y le provocara la muerte a los 106 años el Jueves Santo de 2015.

Manuel de Oliveira había hecho constar su deseo de que Visita ou Memórias e Confissões, su cinta más personal, en la que directamente se confiesa como un personaje más, no fuese estrenada hasta después de muerto. Nadie sabe si se trata de un documental o una ficción, pero la emoción parece verosímil. Los secretos abundaban en su vida y nunca quiso formar parte del espectáculo, como le reprochaba a Godard, pero antes de desaparecer, De Oliveira confesó que quizás hasta su edad fuese mentira. Bromeó, casi declarando, que en su coqueta juventud había falsificado su fecha de nacimiento para ser un poco más joven, solo un par de años. Como si a todo un siglo de vida le faltase tiempo de algo.

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