Opinión

Humo y neón para no olvidar

En 2047, la región de Hong Kong cambiará para siempre. El acuerdo de cesión entre China y Reino Unido para mantener la libertad de ese territorio llegará a su fin tras los 50 años de margen. La población nativa lo tiene presente en su día a día, esa vida con caducidad está presente. Lo mismo le ocurre al cineasta Wong Kar-wai (Shanghái, 1958), que cumple 65 años y echa cuentas para saber si llegará a vivir el cambio.
Wong Kar-Wai. EFE
photo_camera Wong Kar-Wai. EFE

Wong Kar-Wai es la personificación de Hong Kong y todos las transformaciones que vive la región pueden trasladarse a la carrera del director, uno de los más respetados e influyentes a nivel global, pese a una óptica personal y localizada en un lugar tan concreto. Hablar de la soledad, del amor y de ausencia en la ciudad, en el hábitat cotidiano, es ahondar en los traumas y las pasiones de Wong, que busca dar sentido con su obra a una vida que considera le fue robada, le fue extraída.

El cineasta nació en Shanghái, fue el tercer hijo de un matrimonio compuesto por un marinero y un ama de casa. El ambiente político era muy volátil entonces en China y la situación económica asfixiaba a las familias, que emigraban internamente del campo a la ciudad y entre diferentes urbes.

En aquel momento, las políticas de Mao se habían relajado y habían aflorado pequeños comportamientos burgueses en la sociedad que molestaban al poder. Tras el fracaso de una estrategia clave para el dictador, que había dejado más de 30 millones de muertos por hambrunas, el inmovilismo político se había instaurado por necesidad. En ese contexto, la familia de Wong decidió reubicarse en Hong Kong, por entonces una sociedad con vistas más realistas a la prosperidad. La travesía familiar tuvo lugar cuando el cineasta contaba cinco años y fue protagonizada solamente por él y sus padres. La hermana y el hermano de Wong se vieron forzados a permanecer con otros miembros de la familia mientras reunían el dinero para poder conseguir un piso lo suficientemente grande, un medio de vida para mantener a cinco personas y cubrir las necesidades básicas.

Wong Kar-wai comenzó así su historia de exclusión, el germen de todo aquello sobre lo que trata su filmografía. Los colores saturados que ocupan la pantalla son los neones exagerados que dilataban su infantil pupila, los largos paseos son, en realidad, pequeños tramos que sus cortas piernas no podían abarcar y las complejas relaciones humanas que retrata entre tanto silencio son los huecos de su propia memoria, la falta de recuerdo, que debe cubrir con la ficción. Al provenir de una región diferente a Hong Kong, el idioma cantonés le resultaba tan ajeno como el polaco o el griego. La desconexión lingüística en China posee una dimensión superior a la dificultad para comunicarse, ya que lleva adjunta una invisibilización social. Si no hablas y no entiendes, no existes. Wong, en esa tesitura, se apoyó en su madre para paliar su excesiva soledad y la incomprensión añadida de un mundo cambiante, una ciudad en la que cada mes borraba al anterior con frenesí.

Cuando Wong cumplió 8 años y sus padres contaban con mejores recursos para completar la familia, Mao inició la Revolución Cultural, otro de los grandes planes que cambiaron la historia de China y con consecuencias globales. Debido a esto, los hermanos del cineasta, las personas que podrían aliviar y salvar su infancia, no pudieron abandonar su ciudad y llegar a Hong Kong, en aquel momento aún protectorado británico. La familia tardó una década en reencontrarse, pero entonces ya era tarde. Wong aprendió cantonés y pudo hablarlo de manera fluida a los 13 años, cuando su mejor amiga era su madre y el resto de la pandilla eran personajes de películas. Estas amistades de ficción hablaban inglés, francés, español e italiano, y respondían a la voluntad materna de exponer a su hijo a la cultura global, a eliminar las barreras que los ceñían a todos. La madre de Wong era una mujer intelectual e inusual para su época, adicta a jugar al mahjong y que sirvió para construir los elegantes personajes femeninos que desfilan entre sus filmes.

Además del cine, el gusto musical de la madre del director moldeó el oído de este para que no sintiese lejano ni extraño un bolero, un tango o el pop británico. Esto ha perdurado como un sello del cine de Wong, que introduce versiones de todo tipo de canciones que forman parte casi de su ADN. Del mismo modo, la literatura fue una escalera a la que el cineasta se subió para aprender a ver las cosas desde otro ángulo. Proust, Cortázar y, especialmente, Miquel Puig rompieron el sentido lineal en el que Wong percibía el mundo.

La vida diaria del niño y adolescente transcurrió ajena a la pequeña comunidad de Shanghái existente en la colonia británica, personas que vivían extremadamente agrupadas para mantener la cultura mandarina al tiempo que ahorraban dinero. Los apartamentos para la familia y sus similares eran ridículamente pequeños, por ello lo son las estancias en el cine de Wong, por lo que todo se sabía. En general, el pequeño Wong Kar-wai, cuyo verdadero nombre es Wang Jiawi, conoció pronto el mal de carecer de identidad, algo que arrastra una gran parte de la población en Hong Kong, y las ausencias. La más notable fue la de su padre, que desaparecía casi por completo para trabajar en hoteles y clubes de la ciudad. Habían fijado su residencia en un barrio no lejos del famoso Chungking Mansions, un edificio extraño por la diversidad de ambiente que se ha convertido en un icono popular gracias a una famosa discoteca a la que se acercaban artistas como los Beatles. Hoy en día, el barrio en el que Wong creció es una de las áreas más cotizadas por el efecto del turismo. Con el transcurso de los años, la cultura salvavidas se fue constituyendo como el único método de vida posible para el cineasta. Aunque su padre esperaba de él una salida laboral más práctica y de oficio, Wong apostó todo a estudiar Diseño Gráfico en la Universidad de Hong Kong. Su vista y su gusto partían del punto ventajoso que había supuesto el exponerse desde la infancia a una ingente cantidad de cultura.

Durante su formación, Wong había comenzado a vender vaqueros en una tienda durante el verano para conseguir ahorros, ya que se quería apuntar a un curso sobre guion. En 1977, pasaba 10 horas al día doblando ropa. Compartía el turno con una joven llamada Esther, de la cual está enamorado y le consta que es recíproco. Sin embargo, nada ocurre. El último día de trabajo de Wong, él le pide el número de teléfono. Ella, por su parte, le dio solo cinco cifras, la sexta debería conseguirla el cineasta para demostrar que realmente lo quería. Desde entonces, ambos están juntos.

Durante su formación como guionista, Wong se obsesiona con el trabajo de los fotógrafos Robert Frank, Cartier Bresson y Richard Avedon. El cuidado estético se cimenta en esos momentos para dar parte al futuro estilo único del cineasta asiático. En 1980, Wong pasa a formar parte del equipo de la televisión pública, en donde se le exige adaptación para poder trabajar con guiones de todo tipo durante el tiempo necesario. Más de cincuenta proyectos ha filmado sin estampar su firma en ellos, porque no era el momento todavía. Su trabajo en una telenovela hizo que varios ojos, algunos los adecuados, se clavasen sobre él. Los rumores que comienzan a circular lo sitúan como alguien dotado para la escritura, pero que tiene alergia a las entregas de guiones en tiempo. En aquel entonces, Hong Kong era la tercera potencia cinematográfica por detrás de Hollywood y Bollywood. Esta región asiática podía estrenar más de doscientas películas a la semana. Bruce Lee o Jackie Chan eran muestras populares de la calidad que vivía la ciudad.

Con el declive del cine de artes marciales, que nunca fue tal sino un pequeño parón, Hong Kong comenzó a escuchar a las otras voces, la llamada Segunda Oleada, un grupo de directores de cine que se caracterizan por haberse formado en televisión y publicidad. Además de las antiguas influencias, Wong sumaba todas aquellas otras cosas que eran de su tiempo, como la MTV. Desde mediados de los años 80, el cineasta pasa a trabajar para personas a las que respetaba y con las que forjará uniones artísticas fundamentales para su obra. En 1988, aparece en las salas As Tears Go By, su ópera prima que logra atraer la atención de la crítica. Hong Kong se había transformado en la pantalla en la sociedad de centro comercial que Wong había acuñado previamente. Muchos elementos recordaban a Scorsese y Jarmusch en aquel melodrama juvenil y violento.

Tres años más tarde, estrenó su segunda película, Días salvajes, una cinta que fracasó en el ámbito internacional y supuso un momento clave en la cultura de Hong Kong. La región acababa de encontrar a su Rebelde sin causa, su historia de hormona y libertad. Gracias al reconocimiento interno, Wong logró la confianza general para llevar a cabo una obra mayor, sin las minucias de los comienzos. Entonces apareció uno de los rasgos principales del cineasta cuando trabaja: la ausencia de guiones. Aunque Wong defiende esto como un hecho anecdótico porque la historia está en su cabeza y el resto del equipo debe explicar y aportar desde su visión, incluidos los intérpretes; lo cierto es que la manía del director de contar con guiones de 20 ó 30 páginas es la herencia del tiempo pasado. En alguna ocasión, Wong ha confesado que su trabajo en películas que tardaban seis días en rodarse lo había preparado para vivir cada filme a diario. El metraje, en resumidas cuentas, se construye cada día y de manera conjunta bajo unas órdenes concretas.

Así, Wong se sumerge en la creación de Las cenizas del tiempo, una película de artes marciales que quiso transmitir valores y profundidad en un género no acostumbrado a ello. La crisis económica y las disputas internas habían prolongado el rodaje de esta cinta, mientras que las energías negativas se apoderaban del director. Wong temía a otro fracaso y perder su posición tan rápido. Por ello, comenzó en paralelo un proyecto en el que sentir el cine como un estudiante de nuevo. Tras terminar las horas de luz trabajando en Las cenizas del tiempo, Wong se echaba a la calle cuando era de noche para grabar con su equipo Chungking Express, una historia que lo tocaba en lo personal. El barrio era un tablero de juego diferente y menos fotográfico, un juego jugoso al que sacar partido. En dos semanas, la película ya era una realidad. En 1994 ambas películas ven la luz y la segunda de ellas pervive como una obra maestra en la memoria colectiva.

La adicción de Wong al tabaco se acentúa al comprobar que sus dos películas se mantienen, aunque con mayor éxito aquella que podría parecer improvisada. Quentin Tarantino se emocionó al verla en Estocolmo y comenzó a mover hilos para que el talento de Wong llegase a Estados Unidos. Al otro lado de la operación se encontraba Harvey Weinstein. La quinta película del cineasta cae en el olvido por ser la antecámara de dos de sus obras más celebradas: Happy ending y Deseando amar. Con la primera de ellas, Wong logró la palma al mejor director en el festival de Cannes. Con la segunda, el director se aseguró un lugar permanente en la historia del arte y su inclusión entre las mejores películas de todos los tiempos. Ha reconocido en múltiples ocasiones que, si de él dependiera, seguirían grabando esa película a día de hoy sin interrupciones.

Salvo alguna colaboración o corto puntual, Wong después del cambio de siglo se ha alejado de la masa y ha estrenado tres cintas muy especiales y reconocidas. Destaca 2046, la historia sobre la angustia del cambio futuro en la situación política de Hong Kong y cómo afectará realmente.
En la última década, Wong ha trabajado principalmente restaurando su obra y alterando el mensaje con relleno o tijeras. Desde 2013 con The Grandmaster, el cineasta guarda silencio. Ha prometido a algunas de sus ideas ver la luz y se ha arriesgado a prometer películas y series. Él siempre responde educado, con un cigarro en la mano, con las perennes gafas de sol para que nada altere el verdadero color de las cosas. Todo ello para completar la letra de aquel bolero de la infancia incompleto que sigue sonando en su cabeza como un hilo musical de ascensor, marcando los días hasta el fin del acuerdo.

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