Cabeza de jabalí... doméstico

Desde hace unos años, en España la entrada clásica de una cena o almuerzo en Navidad es un surtido de marisco, mayor o menor, fresco o congelado, en función del poder adquisitivo de los interesados; pero no siempre fue así, y antes ese plato espectacular que abría plaza solía estar compuesto de fiambres.

Antes de que esa bandeja fuese monopolizada por jamón y embutidos de cerdo ibérico, se solían poner cosas poco habituales, viejos embutidos de siempre, pero con un componente algo fuera de lo normal: gallina trufada, lengua escarlata, cabeza de jabalí...

Cabeza de jabalí. La famosa hure de sanglier de los franceses. Hunde sus raíces en la Edad Media, cuando los jabalíes campaban a sus anchas por toda Europa y su caza, a caballo y con lanza, era deporte practicado por la nobleza, por los caballeros.

Los asados de jabalí eran espectaculares. Hoy, que vuelve a proliferar el jabalí, se le caza de forma menos emocionante, y no es muy difícil encontrar platos de jabalí en los restaurantes.

Ni cabeza de jabalí en las charcuterías. Cabeza de jabalí... que de jabalí tiene muy poco. Es de su primo doméstico, el cochino, o chancho, o marrano, o cerdo... Es un embutido que, bien hecho, ofrece una magnífica combinación de sabores: los de la lengua, el morro, la oreja, la mejilla... y además sus especias y, destacando como esmeraldas, los clásicos pistachos sembrados aquí y allá entre las carnes.

Si quieren entretenerse y elaborar en casa un fiambre diferente, empiecen por hacerse con una cabeza de cerdo. Media les bastará. No sé en otros lugares, pero en Galicia se venden ya saladas; es tradicional añadirlas a las carnes del cocido, y son muchos los devotos de lo que en esa tierra, que es la mía, llaman cachola, cachucha y hasta cacheira.

Vamos a lo nuestro. Esta es la fórmula que utilizamos en nuestra casa. Estas cabezas de cerdo saladas son, las pobres, mudas: vienen sin lengua. Una pena, pero podemos prescindir de ella.

La primera operación consiste en la más escrupulosa limpieza, buen lavado incluido. Introducida en una olla capaz y cubierta de agua, se espera a que ésta rompa el hervor; tres minutos después, esa agua debe irse por el fregadero y la cabeza ha de pasar nuevamente por el chorro de agua fría.

Inmediatamente se pasa a una olla exprés, en la amigable compañía de una cebolla, una cabeza de ajos, una hoja de laurel y media botella de vino blanco que la habrán precedido y habrán cocido unos minutos. Ya la cabeza en la olla, se cierra ésta y se hace cocer todo un par de horas. Una olla convencional necesitaría de tres horas y media a cuatro para obtener el mismo resultado.

Cocida y en razonable estado masticatorio, se cortan las orejas en tiras y ser seleccionan los trozos presentables del resto de la cabeza, retirando grasas y pieles. Se van colocando todos los componentes de la cabeza en una terrina suficiente, intercalando entre capas unos cuantos granos de pimienta negra y algunos pistachos pelados. Una vez bien llena la terrina, hay que ponerle encima un peso, para prensar bien las carnes. Y a esperar.

Si están impacientes por saber cómo les ha salido, pueden probarla a las doce horas de prensado; yo les recomiendo que esperen más, entre dieciocho y veinticuatro. Extraíganla de su terrina y sirvanla cortada en lonchas; si se trata de una degustación sin más elementos, lonchas gruesas; si van para un plato de embutidos, delgadas; si desean ilustrar una ensalada, muy finas, de manera que al dejarlas caer en el plato lo hagan a manera de pañuelo, en plan bonito.

No es jabalí, claro, pero está muy bueno. Y, después de todo, va a ser difícil que se la ofrezcan a alguien que tenga elementos de comparación, es decir, que haya comido alguna vez la auténtica hure de sanglier. La nuestra agradece un buen tinto, de no excesivo cuerpo. Y el experimento, como casi todos en este terreno, merece la pena.

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