Opinión

Ceguera multicolor

Durante la recepción de una escritora estadounidense, Fidel Castro escuchó hablar por primera vez y aprendió sobre las prácticas de mutilación genital a las que muchas mujeres eran sometidas en diversos países del mundo. Alice Walker (1944) acababa de exponer una de sus causas sociales a un líder al que admiraba, de vuelta obtuvo la decepcionante información de que ni Fidel ni el Ché sabían bailar.
The Color Purple. AEP
photo_camera The Color Purple. AEP

La literata y pensadora Alice Walker es un caso raro dentro del sistema, especialmente en el contexto estadounidense. Su opinión libremente expresada con frecuencia colisiona de manera frontal con los principios de la sociedad que la ha encumbrado como una de las autoras fundamentales de sus letras, especialmente para la población afroamericana. Walker se reivindica como feminista, a favor de los derechos sexuales, admiradora de Fidel Castro y la Revolución Cubana, proPalestina y a favor del boicot a Israel, defensora de Julian Assange y la filtración de secretos de Estado y, de manera germinal, activista por los derechos civiles de la población negra. Al mismo tiempo, la escritora afronta acusaciones de antisemitismo, transfobia y falta de calidad, tanto como creadora como pensadora.

Pese a todo, su novela El color púrpura continúa siendo uno de los libros más vendidos en su país, además de obligatoria lectura en determinados centros, y cíclicamente regresa a la conversación cultural, bien como película, bien como musical. La capacidad de supervivencia de Alice Walker puede resultar llamativa, pero quizás es innata a ella porque comenzó a sobrevivir al mismo tiempo que a caminar.

Walker es la octava y última hija de un matrimonio de agricultores afroamericanos que trabajaban la tierra de su señor, en el estado de Georgia, parte del Sur. El cabeza de familia era un terrible labriego, pero su peso dentro de la comunidad resultaba esencial para el bienestar de todos. La madre, además, se dedicaba con esmero a la costura e intentó inculcar el oficio a sus hijas. La educación era una fijación para ambos padres, por ello construyeron una escuela para formar a los menores negros, que por entonces no eran admitidos en los liceos de la zona. Un grupo de supremacistas blancos arrasó y quemó este colegio, pero levantaron otro en su lugar para mostrar a sus propios hijos el valor del saber.

La escritora reconoce que la segregación durante su infancia se percibía como una constante tan pesada y normal que no fue hasta tiempo después, en especial en la década de los años 60, cuando ordenó sus experiencias y sentimientos para entender realmente lo que acontecía. Los padres de Walker realizaban muchos esfuerzos para que el racismo estructural de su entorno llegase lo mínimo posible hasta sus hijos. Sin embargo, la autora recuerda a la perfección como una de las terratenientes los echó de sus propiedades con una frialdad y odio que la marcó de manera indudable. Además, en los primeros años de vida de la autora no aparecen prácticamente personas blancas, no existían.

Alice Walker creció con la ausencia de una hermana, que dejó el hogar cuando la escritora contaba con un año solamente porque debía estudiar en otro lugar, y la larga sombra de los abuelos acechando en los gestos y la educación de sus propios padres. En las venas de Walker corre sangre cherokee, irlandesa y escocesa, pero en la mitología de la familia pervive el recuerdo de dos abuelos crueles y maltratadores que amargaron la vida de sus abuelas y, de manera directa, también la de su madre. Walker descubrió temprano que su madre había abandonado su hogar por malos tratos constantes y comportamientos sexuales que, si bien nunca se ha aclarado, podían entenderse como violaciones incestuosas.

Dentro de los márgenes de normalidad de su excepcional situación, Walker pasó sus primeros años de vida como una buena estudiante y una niña juguetona. Todo cambió un buen día, a los 8 años, mientras pasaba la tarde con sus hermanos.

En un determinado momento durante una partida corriente de indios y vaqueros, uno de sus hermanos disparó una pistola de balines y uno de los proyectiles impactó en uno de los ojos de Alice Walker. Aunque actuaron con velocidad, lo cierto es que los medios disponibles causaron un daño irreparable. La familia no disponía de coche, por lo que para cuando la asistencia médica llegó, la ceguera en el ojo ya era inevitable. Aquello convirtió a Walker en una niña callada y reservada para sí. La cicatriz la hacía sentir fea, feísima, y evitaba el contacto con el exterior. En esos días, empezó a escribir.

Lo ocurrido significó un profundo trauma para ella y marcó el devenir absoluto de su carrera. El sentimiento de fealdad, soledad y tristeza que se apoderó de una niña dio en convertirse en la materia prima de una escritora en su madurez. Walker se volvió incapaz de mirar a los ojos a la gente para que nadie se fijase en la costra blanquecina que cubría el suyo y que a los 14 años fue retirada, aunque la marca permanece. La escritora jamás dejó de pensar que el disparo no fue involuntario y su familia siempre consideró este hecho como un accidente, dando lugar a un conflicto interno.

La madre de Walker se volcó en su hija dentro de lo posible con una jornada laboral tiránica. Y a su vez, la escritora se zambulló en la educación y los libros como única salida. Resultó ser una estudiante brillante, la mejor de su promoción, y así progresó entre escuelas gracias a programas de becas, ya que en caso contrario no podría haberse permitido una formación. En última instancia y cuando las personas afroamericanas ya podían asistir a centros educativos con los blancos, Walker recibió una beca meritoria del Estado de Georgia al reconocerla como la mejor estudiante de su centro. Así entró en la universidad.

En 1961, la escritora abandonó su hogar para unirse al movimiento por los derechos civiles y la igualdad racial, entrando de golpe en contacto con una masa crítica e intelectual que moldeó el modo en que plantearía posteriormente su formación universitaria. Antes de dejar su casa, la madre le realizó tres regalos y dicho pasaje se trasladó mucho después a su obra más reconocida, El color púrpura. Al igual que el personaje de Celie, la madre regaló a Walker una maleta "para recorrer el mundo", una máquina de escribir "para transformar el mundo" y una máquina de coser "para sobrevivir en el mundo".

Los estudios fueron sus años más felices. Destacaba por encima del resto y su enfoque la convertía precozmente en una pensadora en prácticas. Gracias a un programa de estudios en el extranjero pudo viajar a África antes de graduarse y allí entró en contacto con otro modo de vida. Pero en 1964, Walker se encuentra en una encrucijada tras quedarse embarazada. Sopesa la idea del suicidio, no por primera vez en su vida, y comienza a dormir con una cuchilla debajo de la almohada. Sin embargo, terminó abortando y plasmándolo en una serie de poemas.

Gracias a estos versos, un profesor de universidad plantea la posibilidad de publicar alguno de tus trabajos. Con esta naturalidad salió tiempo después al mercado el poemario Once, en 1968. Previamente, Walker se había casado en Nueva York con Melvyn Rosenman Leventhal, un judío abogado de derechos civiles. En 1967, unos meses después de la ceremonia, se desplazaron hasta Jackson, en donde se convirtieron en la primera pareja interracial legal de Mississippi. Esto provocó un gran revuelo y las amenazas por parte del Ku Klux Klan no tardaron en llegar. En 1969, la pareja tuvo una hija, mostrando que el retroceso no era una opción.

Poco a poco, Walker se abre camino en el mundo académico como profesora y conferenciante a favor de los derechos de la población afroamericana. Sus relatos, cuentos y ensayos se cuelan en revistas y su vida, aparentemente volcada más en la literatura y el activismo que en la maternidad, no presenta mayor sobresalto. En 1970, su primera novela ve la luz y entonces ya dejó claro el tipo de historia que esperarían leer de ella, en este caso, la de un agricultor negro que es agresivo e ignorante hacia su famila y sí mismo.

Durante un proceso de recuperación de personalidades intelectuales afroamericanas, Walker decide mudarse a Nueva York. Durante su estancia ocurren dos hechos significativos: su divorcio y la publicación de Meridian, su segunda novela y una continuación temática en sus intereses, durante la cúspide de las protestas por la igualdad racial.

En 1982, la vida de Alice Walker cambia para siempre con la publicación de El color púrpura, su obra maestra y una de los pilares de la literatura afroamericana, posteriormente engrandecida a través de una película de Steven Spielberg. El éxito fue absoluto, tanto en ventas como en crítica. Los ejemplares vendidos se cuentan en millones y su calidad fue reconocida con el premio Pulitzer de ficción, convirtiéndose en la primera persona negra que lo lograba. Walker reconoce que ella pudo ganarlo por un cambio en la normativa, pero que predecesores suyos la superaron a nivel artístico. Tiempo después también se supo que en el jurado que la reconoció había voces discordantes que no creían en su valor, ya que "desconocían la realidad de las personas negras".

La historia de El color púrpura puede leerse como una versión ficcionada de la historia interna de la vida de Walker a través de la relación de tres mujeres relacionadas entre ellas, entre la violencia machista y patriarcal, el racismo, los abusos sexuales, la espiritualidad y la emancipación como alternativa a una vida de condena. El revuelo formado dentro y fuera de la comunidad afroamericana ayudó a poner sobre la mesa debates que transformaron la identidad colectiva de un grupo oprimido.

En los años venideros, Walker continuó publicando y sus apariciones públicas se multiplicaron, sin abandonar nunca la vertiente de pensadora que la caracterizaba. No dejó que nadie intuyese falta de pulso por su parte y se impuso con incesantes publicaciones, aunque ninguna al nivel de El color púrpura. Su vida privada, como la mala relación con su hija o el noviazgo secreto con la cantante Tracy Chapman durante los años 90, tomaron parte del debate público y minaron su figura intelectual frente a otra caricatura más de folletín.

Todavía con vida, Alice Walker se mantiene en activo escribiendo y opinando, aunque lejos de la fama que un día ostentó. Su nombre aflora cada determinado tiempo y se revive así la figura de una autora que, ahora con el tiempo a la espalda, recuerda muchas veces cómo huía de la pequeña cabaña en la que se crió para pasar tiempo con sus abuelos. Allí, absorbió un modo de vida lento e incesante que ha intentado mantener. Entre gallinas y un huerto, Walker vive bajo los principios de una maleta, una máquina de escribir y una máquina de coser.

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