Opinión

Historia de tres ciudades

Leo Todas las historias y un epílogo, de Enric González, un tomo (RBA) que recoge sus Historias de Londres, Nueva York y Roma: sensacional

LAS DE LONDRES, en conjunto, me gustan más. Me parece que habla de cosas más interesantes, que además confirman esa imagen de excepcionalidad y excentricidad británicas: su sistema político, prácticamente una dictadura electa, su impresionante servicio de correos, el club de caballeros que mantiene encendido el fuego de la entrada desde 1764, la sólida y estática clase media inglesa, cimiento de la sociedad, o el hecho de que el trono de la reina en la Cámara de los Lores tenga en el respaldo un armarito para la aspiradora. Y, ante todo eso, aflora mi anglofilia, que, alimentada por la literatura durante décadas, sin duda existe, aunque conviva con una yo diría que inevitable tirria a la faceta despectiva y soberbia de los ingleses.

Enric González, a pesar de que escribe con un estilo muy ameno, no renuncia a alguna que otra referencia culta. Recoge, por ejemplo, una descripción del barrio del Soho, escrita por John Galsworthy a finales del siglo XIX en La saga de los Forsyte, que no me puedo resistir a copiar, porque me parece verdaderamente genial: "Desaseado, lleno de griegos, ismailíes, gatos, italianos, tomates, restaurantes, órganos, cosas de colores, nombres raros y gente que mira desde las ventanas de los pisos más altos".

Las Historias de Roma también me han gustado, pero menos. Lo que cuenta me resulta menos atractivo, aunque consigue que la ciudad lo parezca, y mucho. Y debe de ser —nunca he estado— bellísima.

Pero las que me han emocionado han sido las de Nueva York. Las he acabado con todavía más ganas de volver allí y pasar tiempo —desde luego, más de los dos días de mi primera y única vez—, meses si fuese posible, vivir una temporada, para penetrar al menos un poco la capa externa accesible al turista. Aunque el béisbol no me llama lo más mínimo, me encantaría ir a ver a los Yankees o a los Mets, visitar Williamsbourgh, cruzar los puentes, ir a la Hispanic Society, volver al World Trade Center, ahora con el vacío, comer un filete en Peter Luger y caminar Manhattan entero, o entera. Y comer pastrami en un deli judío. Y beber en el Oak Bar y en otros. Y ver rascacielos, claro. Y Central Park. Y el Hudson y la Estatua de la Libertad de nuevo. Y escuchar el zumbido de la ciudad, el rugido de la bestia, como dice él.

Me conmovió el final, en el que Enric González habla de dos excompañeros suyos, Julio Anguita Parrado y Ricardo Ortega, ambos muertos en sendos conflictos, Irak y Haití. Y me conmovieron sus propios recuerdos, tan sentidos, de la ciudad y de lo que provocaba en él.

Acaba González despidiéndose desde Jerusalén, en un corto epílogo. Y deja en el lector algo así como una curiosidad tranquila.

Acaba diciendo que hay que ser tonto para emocionarse, como él, con esa estatua, con la de la Libertad. Pero que también hay que ser tonto para no hacerlo. Y yo, aunque entiendo el uso del cinismo como analgésico, creo que eso es cierto en muchísimas situaciones y con respecto a muchas cosas: que es un poco tonto emocionarse, pero más tonto todavía es no hacerlo.

Acaba González despidiéndose desde Jerusalén, en un corto epílogo. Y deja en el lector algo así como una curiosidad tranquila. Y, en mí, también un sentimiento de simpatía. En todo el libro no he encontrado un comentario, una opinión, que no me haya gustado, incluidas las políticas, las religiosas, las estéticas, las gastronómicas o las que da sobre sí mismo: me dirijo inexorablemente hacia la estupidez total, dice en las últimas páginas. Y, entre eso y su razonable parecido con el actor Martin Freeman, estoy seguro de que, si lo conociese, me caería bien.

Los libros de viajes, o los buenos libros de viajes, como este, tienen, como se sabe, la extraordinaria capacidad de llevarnos a otros lugares sin levantarnos del sofá o la cama. Lo cual es fantástico, pero encierra cierto peligro, sobre todo para los que tenemos tendencia a la ensoñación y una clara querencia a imaginarnos las cosas en lugar de acercarnos a verlas y tocarlas. Porque podemos decidir que es mejor leer que ir.

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