Volver de entre los lobos

Marcos Rodríguez Pantoja contó en Lugo sus 12 años viviendo con una manada en Sierra Morena

 

Marcos Rodríguez Pantoja aúlla en su charla en Lugo. VICTORIA RODRÍGUEZ
photo_camera Marcos Rodríguez Pantoja aúlla en su charla en Lugo. VICTORIA RODRÍGUEZ

Marcos Rodríguez Pantoja habla muy rápido y acaba todas sus frases con un "totalmente", como para dar énfasis. Por ejemplo, que en los 12 años que vivió con una manada de lobos en Sierra Morena fue "feliz, totalmente", que desde los siete años ha hecho su vida "solo, totalmente" o que desde que volvió con 19 años a la civilización siente que mucha de la gente con la que se ha relacionado le ha "engañado, totalmente".

El caso de Marcos —que este miércoles dio en la Diputación de Lugo una charla organizada por el club Reiki— se dio a conocer a mediados de los 60, cuando un guardabosques se encontró con una figura con melena y cubierta de pieles que caminaba a veces a cuatro patas, entre lobos. Cuando lo apresó la Guardia Civil lo llevó al barbero. "Yo vi que sacaba la navaja, un cuchillo y le quise morder, tenía miedo. Al final me cortó el pelo solo un poco", explica el que está considerado uno de los pocos niños salvajes españoles.
 

"Mi padre me vendió a un señorito y fui enviado a la sierra para aprender el oficio de cabrero y sustituir al que había a su muerte"

 

Ha contado en mil entrevistas que el de su regreso a la civilización fue el peor día de su vida, pero ahora duda. "Han pasado tantas cosas. Yo no sabía nada. Me ha engañado todo el mundo", dice y recuerda cómo una vez tuvo que ir la Policía a cobrarle el dinero de un trabajo. Le habían dado 500 pesetas, le dijo su casera que era demasiado poco y reclamó: le dieron tres pesetas. "Al ser tres monedas, pensé que era más", asegura.

Pese a todo, ese día lo sigue considerando aciago, algo que confirma el resumen extremo que hace de su vida: "Pasé del infierno, al paraíso y otra vez al infierno". El primer infierno fue su infancia, con una madrastra que lo mandaba a robar bellotas y que lo molía a palos cuando lo pillaba la Guardia Civil. Lo hacía sobre las heridas de los agentes, que le habían pegado antes. "Mi padre me vendió al señorito y me llevaron al monte, junto a un cabrero para que yo cuidara las cabras cuando él se muriera. Antes se hacía así", apunta. Ahí empieza el paraíso, en la sierra, con la naturaleza y los animales, "sin que nadie me pegase", cuenta. El cabrero murió y le robaron el ganado. Se quedó solo. "Con los lobos acabé porque me quedé dormido jugando con unos lobeznos. Cuando me desperté la madre me lanzó un trozo de carne", explica.

RECIBIMIENTO. Puede que ese gesto lo convirtiera en uno más de la manada, pero, en realidad, el buen recibimiento se empezó a fraguar antes. Marcos reconoce que ya era para ellos una figura conocida, que lo habían visto por el monte y que, además, les daba conejos, un consejo que le dio el cabrero para que no atacasen ni a las cabras ni a él.
 

"Me introduje en la manada porque, tras quedarme dormido jugando con unos lobeznos, la loba me ofreció un trozo de carne"

 

A la cuestión de por qué hizo precisamente de los lobos una familia, responde que "son el único animal con el que se puede tener una relación" y va repasando otras posibilidades: los conejos son "demasiado pequeños", los ciervos, "grandes", los jabalíes "no tienen amigos". Si se le pide que abunde sobre esto último, se ríe y admite que no te hacen nada si tú no los molestas, pero que él era "un poco cabroncillo". Agarraba a los lechones, que son "tan bonitos" por las orejas lo que enfurecía a las cerdas. Cuando reaccionaban se subía a árbol y cuando se cansaba, llamaba a su madre. Dice así, "llamaba a mi madre" para referirse al aullido que emitía para llamar la atención de la loba que lo cuidaba.

Fueron aquellos tiempos "felices, totalmente". Se comunicaba con la manada y ellos con él. El segundo infierno se produjo a su regreso, cuando no entendía nada ni a nadie y se limitaba a repetir cada cosa que le decían, como un loro. Uno de los agentes le dijo "Este es tu padre". El respondió: "Este es tu padre". Su padre protagonizó entonces una escena tristísima. Tocó el brazo del hijo al que no veía desde niño y que ya era un chaval y le dijo: "¿Pero dónde metiste la chaquetilla?". "La chaquetilla, decía —se lamenta ahora Marcos— y yo me vestía con pieles".

Ingresado en un centro de convalecientes fueron "las monjitas" quienes le enseñaron a hablar, a sentarse y caminar recto (para lo que le ataron una tabla a la espalda), a comer usando los cubiertos. Hoy vive en Rante (Ourense) en una casa pequeña sin animales, pero que recibe en su terraza a todos los de los vecinos. Lamenta no haber ido al colegio. "Me llevaron a hacer el servicio militar. A pegar tiros sí, pero estudiar no", dice con pena.