De un café imaginado a los hallados

Café Centro, Lugo
Aspecto del café Centro, en Lugo. Foto: J. Vázquez / El Progreso

Dos cafés clásicos, perfectamente conservados, que descubrí bajo los soportales de la plaza García Hermanos de Betanzos, y un local —¿café?— en Lugo con decoración que pediría jazz y un whisky en la noche, me recordaron una preciosa conferencia de George Steiner, ‘La idea de Europa’, que publicó Siruela en un atractivo minilibro, con prólogo de Mario Vargas Llosa. «Europa está compuesta de cafés» y desde ahí la explica.

Podemos viajar de la Viena de Popper o Freud a la Lisboa de Pessoa o hacer presente el día en que Francisco Umbral llegó a Madrid. Podemos pasar por el Derby compostelano con Valle Inclán o ir a la plaza Mayor de Salamanca con Torrente Ballester.

Cuentan que llegaron a París por obra de los italianos, a finales del XVII. París, en la memoria y el imaginario, es la referencia. ¿Quién no ha ido como a un templo al Café de Flore o no guarda una foto en una de esas mesas tan parisinas de su terraza? Es una obligación turística, como la visita a la torre Eiffel o a la catedral de Notre Dame.

Los cafés de Betanzos se proclaman significativamente Versalles y Capitol, por si hay duda de su tradición. Pocos días antes había descubierto en Lugo un local-café, decorado en blanco y negro en su mobiliario, con luz que me pareció cálida y que iluminaba el escenario de la mesa para verse quienes se sientan y no para exhibirse. Un ambiente que invitaba a la conversación, aunque ya en aquel momento se echaba en falta un algo de jazz de fondo, como un bar americano, para impregnar de calor y para responder a la decoración. Una música que acompañe a quien en soledad se tome un bourbon. Un sonido que penetre por los espacios menos iluminados para envolver y aislar. Cuando salí de ese local era una de las escasas noches cálidas de esta primavera. Sentí que la calle podía ser de cualquier ciudad del mundo, en la que se dan cita y buscan la vida gentes de orígenes y culturas diferentes. Esos barrios de inmigración que hacen vida social en el exterior. Se nota más cuando el clima lo permite. Regresé luego con la luz del día y aquel encanto de café-local se había ido con la noche: demasiados televisores que lo hacían vulgar, que lo transformaban en un bar de carretera. Tampoco la calle era la vida cosmopolita y plural, el diálogo de civilizaciones si se quiere, ni se sentía el calor de una ciudad mediterránea que en la pobreza canta a la vida.

Cuánto se agradecería que ese café-local de Lugo —usted sabrá disculparme que no le dé el nombre—, respondiese a la imagen de aquella primera noche. Un lugar para charlar amigablemente, bajo una luz acogedora, tomarse una copa —para mí malta, sin hielo ni agua, por favor— y una música de jazz que invite a permanecer y a un poco a la introspección. Un café ha de tener algo de diván de psiquiatra y de centro de agitación de ideas para el cambio.

Esta Europa de los cafés y para ser paseada, que ve Steiner, no es ni la de las tabernas ni la de los bares ingleses ni la de las cervecerías alemanas. Un café es una barra pequeña y circular con mesas para sentarse, leer, charlar e incluso tomar notas.

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