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La conquista americana

Poco más de cien años han pasado desde el nacimiento de Leonard Bernstein, pianista, compositor, director de orquesta, divulgador. Figura adorada y controvertida que consiguió poner su batuta en territorios inexplorados y dejar una huella indeleble, cuestionada a veces, pero no tantas, como para desaparecer.

Leonard Bernstein. EP
photo_camera Leonard Bernstein. EP

UCRANIA A FINALES del siglo XIX no era territorio seguro para los judíos. Los pogromos de la Rusia zarista se sucedían y se intensificaban; las opciones de vida y libertad eran cada vez menores, por lo que la única escapatoria que suponía un atisbo de esperanza ante el horror diario era la emigración. Muchos se fueron a Palestina, otros muchos a Estados Unidos.

Samuel era un hombre emprendedor y no demasiado tarde se hizo un hueco en el mundo de los negocios. Se casó con Jennie, también ucraniana, cuya familia entraba asimismo en el modelo de la diáspora judía. Una primera huida por Europa donde no hallaría tranquilidad ni futuro, y un destino final: Norteamérica. El primer hijo de este matrimonio, que se parece a tantos de aquella época, llevaría por nombre Leonard Bernstein. A partir de aquí, cualquier semejanza con el resto deja de existir.

Era 1918. En Europa se ponía fin a la I Guerra Mundial y en Estados Unidos se abría una etapa próspera. Samuel y su familia vivían de forma acomodada y el crecimiento del niño Bernstein se desarrollaba con normalidad. Desde pequeño acude a la escuela hebrea y recibe clases de piano de maestras que muy pronto se vieron superadas por un talento fuera de lo común. Bernstein respira, desde los ocho años, religión y música; ambos mundos se van convirtiendo, con una rapidez vertiginosa, en componentes inseparables de su propia piel. Cualquier intento de arrebatárselos significaría un desgarro fatal. Nadie se atrevió nunca a hacerlo.

Aunque a su padre no le entusiasmaba el camino que su primogénito había elegido, sufragó los gastos de sus estudios musicales. Aquel Samuel hijo de su tiempo navegó durante toda su vida entre las aguas del orgullo y las del deber, encontrando difícil acomodo. Leonard, por su parte, vivió junto a su hermana y hermano, las consecuencias de un matrimonio infeliz que duraría veinte años hasta la muerte del progenitor. De la infancia y adolescencia le quedan a Bernstein instrucciones de cómo mantener el equilibrio cuando el propio ser está en permanente contradicción. Equilibrio tambaleante y voraz, que futuras sesiones de psicoterapia intentarían aplacar, mitigar, dar, algún día, como resueltas. Sin conseguirlo.

De su madre, afirman conocidos y parientes, que heredó el gusto por la aventura de vivir, por el disfrute de la existencia, contrapunto de la espiritualidad rígida, del estudio silencioso y solitario, del templo de oración y recogimiento.

Sus preferencias homosexuales chocaban con la ortodoxia judía y con las normas sociales americanas. Un conflicto que lo mantuvo siempre alerta


Creció el joven Bernstein con ganas irrefrenables de demostrar algo al mundo. Logró, en su primera etapa como pianista y estudiante del Harvard College, mostrar excelencia saltándose las normas académicas; estrictas, inamovibles. Fue en ese ámbito donde entraría en contacto con Aaron Coplan, el compositor americano que se convertiría en su primer mentor. Tendría más. Para una sola vida, muchos. Que le abrieron vías de progresión y de éxito en muy poco tiempo. Tenía, en aquel entonces, dieciocho, años.

Coplan, por el lado de la composición y Mitrópoulos —que llegaría a ser director de la Orquesta Sinfónica de Minneapolis— por el lado de dirección orquestal, alentaron en Bernstein pasiones latentes, que nunca querría abandonar. Sin embargo, la parte privada, la otra piel, arraigada y por veces cortante, rasgó cosas en el interior del músico. Sus preferencias homosexuales chocaban con la ortodoxia judía y con las normas sociales americanas. Un conflicto que lo mantuvo siempre alerta, que lo obligó a moverse a menudo entre la apariencia y la verdad, entre deseos encontrados y la imposibilidad de elegir.

Otro mentor providencial en la vida de Bernstein fue Kusevitski, director de la Orquesta Sinfónica de Boston, que le brindaría oportunidades únicas y definitivas para el lanzamiento meteórico de su carrera. Estos tres amigos, guías, maestros, construyeron las escaleras del joven Bernstein para que este subiera sin más. Y este ascendió como un viento huracanado sellando con su nombre cada escalón y provocando, a su paso —muchacho judío— algunos pecados capitales.

Tenía 24 años. Todo estaba preparado en el Town Hall de Nueva York. Iba a tener lugar un Foro Musical en el que Aaron Coplan interpretaría su Sonata para piano. Pero Coplan estaba en California y decidió delegar en su discípulo. Fue la primera vez que Nueva York se arrodilló ante él. Con pocos meses de diferencia, el director musical de la Orquesta Filarmónica de Nueva York le nombraría director asistente, y otros pocos meses después, le llegaría el momento de debutar en el Carnegie Hall, en un concierto que se retransmitiría a toda la nación. En el mismo año, un desconocido, que despuntaba únicamente en su entorno más inmediato, fue escuchado —y admirado— no solo por la intelectualidad musical neoyorquina, sino por el pueblo americano. Era 1943.

Y hubo cosas que cambiaron, pero otras que no lo harían nunca. El eclecticismo de Bernstein, los intereses múltiples, los apegos rabiosos e inexorables, en la música, en la sexualidad, en la comunicación, en la fama, harían del adulto Bernstein un héroe brillante y temible, un feroz antropófago de América.

Escribió una partitura para ballet, Fancy free —junto al coreógrafo Jerome Robbins, colaborador asiduo en el futuro— que, tras su éxito, se convertiría en un musical (‘On the town’), y después en una película. Se adueñaba de nuevas plazas, de nuevas mentalidades, de nuevos medios. Se convertía más y más en un producto de su siglo que, utilizando los elementos de su siglo, lograba ir siempre unos pasos más adelantado que los demás.

El público, la masa anónima que abarrotaba calles, teatros y salas de conciertos, adoraba a Leonard Bernstein. Lo llamaban como director invitado de todos los rincones. Y en 1945, apenas tres años más tarde de su apoteósica entrada por la puerta grande en la música clásica, es nombrado director de la Orquesta Filarmónica de Nueva York. Tenía 27 años.

Pocos años después se estrena West side story, su obra más conocida, cuyo enorme éxito en Broadway hizo que también se llevara al cine

Felicia Montealegre, actriz de teatro y televisión, se casó con Leonard Bernstein en 1951; tuvieron tres hijos y altibajos importantes en la relación. Bernstein no dejó de tener romances con hombres en el tiempo que duró el matrimonio y tampoco dejó de acompañarse de Felicia en los, cada vez más intensos, encuentros sociales. A medida que aumentaba su fama, sus contradicciones internas resultaban más sobrecogedoras: la moral, la religión, la tradición, se daban de bruces con sus impulsos eróticos, con su afán de brillar, con su necesidad de adulación continua. A estas alturas, el personaje Bernstein no podía permitirse el lujo de fallar.

Pocos años después se estrena West side story, su obra más conocida, cuyo enorme éxito en Broadway hizo que también se llevara al cine. Y mientras iba y venía, componía, rescataba sonidos de jazz, de swing, latinos, clásicos; dirigía, con la Orquesta de Palestina —en un nexo  que perduraría a lo largo de su vida— con la de Viena, Milán, Londres, y con la suya, de Nueva York,  su enorme popularidad comenzó a restarle adeptos entre la élite musical estadounidense. Después de todo, seguía habiendo una alta cultura y una cultura popular. Con un pie aquí y el otro allí, Bernstein se movía rápido para mantener el equilibrio.

Creó una empresa con la que grababa todas sus producciones con un instinto innegable para la promoción de su persona.  Se comenzaron a emitir en televisión los Young people’s concerts, en los que su habilidad como comunicador y su encanto en pantalla fueron claves para un éxito arrollador. Todos conocían y querían a Leonard Bernstein. El pueblo ya tenía a su héroe, un americano conquistando su propio territorio. Sin embargo, ahí dentro, en el mismo suelo que pisaba, temblaban los pilares que sostenían su edificio de cristal. Cualquier fisura, supondría descender al mundo anónimo que había dejado atrás.

Se vio obligado a declarar en el Comité de Actividades Antiamericanas. El FBI poseía un expediente que crecía cada año. El entorno de izquierdas que frecuentaba y la adhesión a alguna causa considerada antipatriótica, hizo tambalear su estatus. De todos modos, siguió apoyando causas que consideraba justas durante toda su vida.

No ocurrió nada con el FBI y nada con Felicia, salvo que, al final, se separaron. Sus últimos años fueron el broche y fueron el estallido. Un conquistador que no acabó venciendo del todo. Un vencedor que no conquistó todas las plazas deseadas y que, sin embargo, cien años después, sigue siendo una imagen icónica del siglo XX americano.

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