Blog | Permanezcan borrachos

Lejos de aquí

No es nada extraño que de vez en cuando te entren ganas de estar en otro sitio. Es un deseo que sabes de sobra que no se va a cumplir, pero ¿y qué? Esa imposibilidad lo hace todavía más acuciante. Y no me refiero a querer estar en un lugar idílico, que te haga creer afortunado, en vez de un sitio vulgar, rodeado de tareas y problemas, ruidos y tal vez idiotas de cuarta fila

Artículo Juan Tallón Lejos de aquí 19.05.2019
photo_camera Artículo Juan Tallón Lejos de aquí 19.05.2019

ES POSIBLE que de repente quieras estar en un lugar deprimente, desangelado, fastidioso, hasta feo, que sin embargo no puede ser peor que el sitio en el que estás. ¿Qué tiene el sitio en el que estás? Quizá nada, salvo que te parece el último lugar del mundo, en ese instante, en el que desearías permanecer un solo un minuto.

Lejos de aquí, aunque no demasiado lejos, casi cerca, es a menudo un lugar perfecto para encontrarse a gusto. El verdadero deseo es la distancia. Todos soñamos con otro lugar, sin importar demasiado qué lugar. Cualquiera menos este. Estar lejos es ya un sitio en sí mismo. No necesitas ni llegar, sino simplemente estar en camino. ¿O quién no ha deseado, en sus horas desesperadas, dar vueltas todo el día en un vagón del metro? Cada Nochebuena, cuando a media tarde me subo al coche para dirigirme a la cena familiar, siento siempre la tentación de acelerar, justo en el desvío a casa, y seguir todo recto. En mi sueño perfecto, no me detengo hasta haber conducido dos mil o más kilómetros, y solo entonces, aminoro la velocidad, y al encontrarme con algunas casas me detengo, bajo la ventanilla y pregunto al primer paisano dónde estoy. Me dice algo que no entiendo porque habla en alemán, y me parece que por fin he llegado a donde quería, y en ese instante doy la vuelta y abandono ese lugar, porque ya no lo soporto y me gustaría cenar en casa.

Ante la perspectiva de una reunión enojosa, una compañía indeseable, una cola que nunca se acaba, es normal desear estar en casa, con treinta y nueve de fiebre de ser necesario. Otras veces, en cambio, te encuentras muerto de pena precisamente en el sofá, manteniendo una conversación deprimente, o viendo una película insoportable, o ante el libro equivocado, y pagarías por estar fuera, te da igual dónde. El infierno, por ejemplo.

Parte de la fealdad del mundo consiste en permanecer sin ganas donde te toca. La existencia es un juego desubicado. Quieres estar donde no puedes, vas a donde no te gusta, y así transcurren las horas o los años. Cuando algo sale mal, o contraría tus intereses o apetencias, a veces la única esperanza estriba en que de pronto la tierra te trague y te haga desaparecer. Es inviable, pero sintomático de cómo las estancias consiguen irritarnos.

Hace unos días, abocada al aburrimiento –casi a la muerte de asco–, durante un almuerzo muy concurrido en el que apenas conocía a dos personas, una amiga se sorprendió deseando estar en una parada de autobús sin marquesina, bajo la lluvia, calada de pies a cabeza, escuchando percutir las gotas en su ropa, con la única perspectiva de contraer un catarro. Cualquier escenario horrible era preferible al de aquella comida. Había acudido por compromiso, porque no tenía más remedio. Me escribió un whatsapp desde el baño del restaurante, después del tercer plato. Según el menú, cerrado, aún quedaban otros tres. Le esperaba una vida entera, y carente de sentido, antes de poder levantarse e irse de allí apurando el paso. Me aseguró que "ni siquiera anhelo que llegue el maldito autobús para entrar en calor y tener la posibilidad, en algún momento, de ponerme ropa seca. La idea de mojarme y enfermar gravemente me parece feliz. No sé si digo una tontería, pero ahora mismo me da envidia un gato atropellado, sin casa, que se limita a ir de un lugar a otro sin saber a donde va, ni si hay algún sitio al que ir". Le entendí perfectamente. Yo estaban en casa, solo, y acababa de comer un plato recalentado. No se me había curado el hambre. Ojalá estuviese en aquel restaurante, pensé.

Comentarios