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Tres palabras y una historia

En este 2021 que entra, habrán pasado veinte años desde la muerte de Katharine Graham, la editora del Washington Post que demostró que el buen periodismo hace caer presidentes.

ERA UNA DE ESAS fiestas que ella celebraba en su casa. Aunque no han faltado, a lo largo del tiempo, sus extensas declaraciones sobre la incomodidad que sentía, la timidez que solía paralizarla, la sensación de inferioridad y vergüenza que la invadían en los encuentros sociales, la incapacidad que crecía en su interior en todas esas ocasiones, lo cierto es que había una fiesta, que ella era la anfitriona y que, en un momento dado de la noche, se alejó del grupo con el que estaba conversando, copa de champán en mano, contestó a la llamada telefónica y dijo estas palabras: «Adelante, adelante. Publicadlo! Al otro lado de la línea estaba Ben Bradley, director del Washington Post, esperando exactamente esa respuesta. Era junio de 1971, hacía dos años que se había convertido en editora del periódico además de ser la presidenta de la compañía.
Se estaba refiriendo a los ‘Papeles del Pentágono’, un exhaustivo informe sobre la política estadounidense en la guerra de Vietnam considerado secreto de Estado. The New York Times lo había sacado a la luz pero el Gobierno logró frenar posteriores publicaciones con una maniobra en los tribunales.


Fue un momento decisivo en la historia del Post y, en general, en la historia del periodismo. Lo que vino después —el Watergate— sería una brillante combinación de buena suerte, espléndida investigación periodística y pulso firme mantenido hasta el final, a pesar de las presiones.
Sin embargo, el punto de giro de este relato se sitúa un año antes, en esa llamada telefónica y en esa frase. No es posible afirmar que, antes de esa fiesta, Katharine Graham fuese una persona incapaz de tomar decisiones de tal envergadura, no obstante, hay ocasiones en que las circunstancias empujan lo suficiente como para que la voz propia se escuche de un modo diferente, no definitivo, porque la vida da vueltas, pero, en realidad, sí, definitivo, porque la historia no da marcha atrás. 

PADRES. Eugene Meyer y Agnes Ernst se casaron al poco tiempo de conocerse. Seguros de sí mismos, inteligentes, ambiciosos, ricos. Él, banquero con múltiples intereses, el arte, la política, la comunicación, el bien público. Ella, periodista con múltiples intereses, el arte, la literatura, las luchas sociales, las grandes historias. Tuvieron cinco hijos, Katharine, Kate o Kay, fue la cuarta. Su infancia transcurrió como lo hacen las infancias de las personas con privilegios de clase: casas enormes, en la ciudad y en el campo, múltiples doncellas, niñeras, cocineras, mayordomos y chóferes, escaso contacto familiar, grandes espacios vacíos.


Los roles de principios de siglo XX se replicaban como solo pueden hacerlo las cosas realmente sólidas, aunque crezca en ellas un moho milenario. El patriarcado era el único modo de concebir las relaciones entre personas y era así como lo entendían todos. Kate se desarrolló en ese ambiente de indiscutible autoridad varonil, a pesar de que su madre se consideraba una especie de espíritu libre y se desmarcaba de ciertas imposiciones. A los ojos de los demás, también de su hija, tendía a la egolatría y a la excentricidad, por lo que resultaba fácil situarla al margen. El resto procedía en base a las normas. Los deseos, los sueños, las aspiraciones personales y profesionales de la familia habitaban en los márgenes establecidos, con un leve desvío a derecha o izquierda, que solía llamarse, con toda la corrección política que cabía esperar del apellido Meyer, libertad de elección.

The Washington Post era un periódico en decadencia, con pérdidas económicas y poco leído frente a otros que dominaban el panorama

POST. Kate se vio atraída desde joven por el periodismo y los intereses de su padre coincidieron con los suyos aunque en planos distintos. Ella se inició como reportera y él compró el Washington Post. Por aquel entonces, era un periódico en decadencia, con pérdidas económicas y poco leído frente a otros que dominaban el panorama. Eugene Meyer se propuso hacer de él la cabecera por excelencia del periodismo independiente y de calidad. Invirtió parte de su fortuna en ello, contrató gestores, expertos, directores y periodistas que marcaron la línea editorial y empresarial.
Ella entró en el Post en 1939 y empezó —desde abajo— a escribir editoriales ligeros y a ocuparse de las cartas al director. Lentamente, fue adquiriendo una confianza que siempre le había faltado, al menos para llevar a buen término esos trabajos. Aun así, seguía sintiéndose extraña y torpe, insegura e incapacitada para mayores retos. Fue en ese momento cuando conoció a Philip Graham, un destacado estudiante de Derecho al que todos auguraban una carrera sobresaliente. Se enamoraron, pidieron consentimiento a los progenitores y se casaron.
Él no pertenecía al mundo de Kate, sin embargo, se codeaba con personas de su entorno con las que había contactado por su inteligencia, iniciativa, astucia y ambición. No resultó extraño que Eugene Meyer viera en él algo de sí mismo. Esa chispa. Tenía 33 años cuando su suegro le regaló un periódico por su cumpleaños. A su hija también le regaló acciones, pero menos, porque «ningún hombre debía encontrarse en la situación de tener que trabajar para su esposa». La esposa, en sus memorias, declara: «Por supuesto, yo estaba completamente de acuerdo con él». Ella pasó a ser la orgullosa y dependiente mujer de Phil Graham y, poco después, la madre de sus hijos y, muy poco después, la anfitriona ideal en las fiestas, reuniones, encuentros y demás modalidades de ocio y negocio, al servicio de su marido, de su padre y del Washington Post. Por descontado, su trabajo como periodista quedaría postergado. El siempre atento Phil le encargaba alguna columna, para que estuviera entretenida. 

Los antiguos miedos juveniles renacían en ella ante las situaciones nuevas: miedo al ridículo, sentimientos de inferioridad, menosprecio hacia su capacidad de liderazgo.

POLÉMICAS. Durante quince años, el matrimonio se mantuvo tal y como se mantienen otros: él se movía en la esfera pública y ella en la privada, cosechando éxitos, provocando admiración y envidia a partes iguales. Él decidía, ella callaba. El Washington Post comenzó a posicionarse en lugar destacado e influyente, mejorando en ventas, en calidad y desatando polémicas relacionadas con la tendencia de Phil Graham a utilizar el periódico para emprender sus cruzadas ideológicas y políticas.


En un momento dado, esas luchas personales se convirtieron en obsesiones y las obsesiones destaparon un comportamiento maníaco-depresivo que hasta entonces se había mantenido en el ámbito privado sin ser ninguno de los afectados plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo. Salieron otras cosas a la luz: infidelidades, maltrato psicológico, internamientos, profunda desesperación. Una tarde de agosto de 1963, se oyó un disparó procedente del baño de uno de los cuartos de la casa de campo. Kate se hallaba en el dormitorio principal. Encontró a su marido con la cabeza destrozada.


Al cabo de un mes fue nombrada directora ejecutiva de la compañía y, de pronto, toda la responsabilidad recayó en ella. Siempre apoyándose en el consejo de otros, consiguió atraer a Ben Bradley a la dirección del Post y realizar otros nombramientos que tendrían consecuencias positivas. Los antiguos miedos juveniles renacían en ella ante las situaciones nuevas: miedo al ridículo, sentimientos de inferioridad, menosprecio hacia su capacidad de liderazgo.


Tras otro consejo, en 1969, fue nombrada editora del diario. Y, a esas alturas, ya era presidenta de una compañía que englobaba el periódico, la revista Newsweek, una emisora de radio, dos de televisión y varias cabeceras menores de otros estados. En dos años, estallarían dos bombas periodísticas que situarían al Washington Post en la cumbre: los Papeles del Pentágono y el Watergate. Katharine Graham pasaría a ser blanco de todos los ataques y de todas las alabanzas. Por ser mujer, por ser mujer poderosa, por ser mujer que apuntala destinos. 
Aquella fiesta del 71 supuso el pistoletazo de salida para una hija de y una esposa de y una madre de. Le costó asumir un rol distinto del que había aprendido. A lo largo de su vida tuvo dudas, sufrió dependencias y se enfrentó a grandes conflictos laborales y personales. En 1991 se retiró, y murió en 2001, a los 84 años. La historia cambió con tres palabras que fueron suyas: «Adelante, adelante. Publicadlo».