Opinión

La poesía llega hasta ahí

Wislawa Szymborska y T. S. Eliot trataron de reconciliarme con mi propia conciencia, y en gran parte lo lograron. Lo que no consiguieron, sin embargo, fue contrarrestar los efectos de un colchón incómodo.
Táboa
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HOY ME DESPERTÉ molido. Duermo bastante mal en nuestro nuevo colchón, la verdad, para qué voy a decir otra cosa. Así que me levanté a cámara lenta, comprobando vértebra a vértebra cuánto me iba doliendo la espalda. Parece mentira que en el gimnasio haga cientos de dominadas y miles de abdominales seguidas y, luego, para inclinarme a recoger un bote de mermelada del desayuno, tenga que apoyarme en la mesa con la otra mano. Pero, además, tampoco estaba de buen humor: esa estúpida desazón que me estropea tantos momentos libres de preocupaciones, y que acostumbra a aparecer en las mañanas de los fines de semana, justo cuando la vida debería sonreír más plácidamente. Entonces me acerqué a la balda que tenemos bajo la ventana y cogí el libro Instante, de Szymborska, esa poetisa que nos descubrió hace unos años el Nobel, como a tantos otros, y lo abrí al azar.

No leer poesía me hace verme burdo y superficial. Sobre todo superficial, impaciente, como si no comprendiera que hay versos en los que merece la pena detenerse tanto como en una novela entera, dedicarles el mismo tiempo, porque, incluso desde un absurdo punto de vista de búsqueda del rédito, está bien empleado.

El poema se titulaba Algo sobre el alma. Y decía que alma se tiene solo a veces. Y no precisamente cuando se rellenan formularios, se mueven muebles o se corta carne, ni tampoco en medio de la muchedumbre, ni en el rumor de los negocios ni, desde luego, cuando buscamos ventajas. Que la duda y la curiosidad la atraen, como le gustan los espejos que continúan reflejando aunque nadie esté delante, entregados a solas a su casi mágica tarea. Que para ella la alegría y la tristeza son —y esto me llamó mucho la atención— el mismo sentimiento. Y que aparece si estamos callados, aparecía con los miedos infantiles y aparecerá a medida que envejecer nos vaya asombrando.

Alguien nos interesa cuando compartimos ideas, actitudes o inquietudes, porque nos hacemos las mismas preguntas o porque nos gustan sus respuestas a las nuestras

Ayer hablé con un amigo sobre la amistad. Le decía yo que, para mí, para serlo, la amistad debe reunir dos ingredientes: cariño e interés. Que uno cualquiera de los dos, sin el otro, como mucho hará que nos lo parezca durante un tiempo, pero el efecto durará poco. Alguien nos interesa cuando compartimos ideas, actitudes o inquietudes, porque nos hacemos las mismas preguntas o porque nos gustan sus respuestas a las nuestras; pero ser interesante no convierte a nadie en un amigo. Incluso nos puede caer gordo. De hecho, hay libros -muchos- que nos dan eso mismo y no nos piden nada a cambio. Por otro lado, el cariño sin más, cuando no tiene detrás unos intereses en común que lo alimenten, tampoco basta. Aunque todos pensemos en él como elemento fundamental de la amistad, no basta para que alguien ocupe en nuestra vida ese papel. Es lo que nos pasa con los compañeros de la infancia o con algunos parientes, a los que queremos, pero a los que nos llega verlos un par de veces al año, porque lo cierto es que no tenemos de qué hablar.

Y la conversación me hizo pensar por enésima vez que llegar a conocernos nos cuesta la vida entera. Lo difícil que es, por ejemplo, distinguir el amor propio del miedo, por citar solo una de las debilidades que tratamos de disfrazar de virtudes. "No dejaremos de explorar y el fin de toda nuestra exploración será llegar a donde empezamos y conocer el lugar por primera vez". Eso dijo T. S. Eliot en sus ‘Cuatro cuartetos’; así, sin comas. Y continúa: "Cuando lo último de la tierra por descubrir sea aquello que fue el comienzo". Y, aunque Eliot escribe a la Humanidad, y además lo hace sobre la salvación, su concepción del tiempo y de la trayectoria parece aprovechable para nuestra propia vida; y su idea del regreso al origen, y lo que ello supone, aplicable a nuestra madurez y a lo que comprendemos con la edad.

Tal vez por eso, porque al hacernos mayores —y es significativo lo mucho que hablo últimamente de hacerme mayor— nuestro repaso vital suele llevarnos de vuelta a la infancia y a las tres o cuatro cosas que la hicieron como fue, me doy cuenta de que, si tengo que elegir, de mis amigos me quedo con su cariño. Aunque pueda traducirse solo en un abrazo y un silencio incómodo. Que libros tengo un montón.

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