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El poeta es un fingidor

A mediados de los años del pasado siglo, Floral Park era una zona residencial levantada en tierra de nadie debido a la urgente necesidad de acoger a los reservistas que se topaban con un mundo nuevo tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Robert Mapplethorpe
photo_camera Robert Mapplethorpe

AQUEL LUGAR de Queens parecía lo bastante apartado del verdadero Nueva York como para no tener que preocuparse más por ese incómodo asunto. También acudían allí los que no se podían permitir otra cosa y se podría pensar que, en efecto, no era un mal sitio para establecerse, así que los Mapplethorpe compraron una casa exacta al resto de casas de la manzana, con un pequeño jardín igual al resto de jardines de la manzana. En la fachada del nuevo hogar, el cabeza de familia, Harry Mapplethorpe, enarboló la bandera estadounidense y cerró la puerta tras de sí. En 2011, la galería Sotheby’s vendería una fotografía de Robert Mapplethorpe por 158.500 dólares que representaba una bandera de Estados Unidos ondeando al viento, idéntica, en apariencia, a la que había izado su progenitor tanto tiempo atrás. Sin embargo, entre una y otra imagen, al igual que entre padre e hijo, se entretejía una historia de rivalidad y culpa, de rigidez y laxitud, de pecado y condena, que jamás lograría ser resuelta.

Robert Mapplethorpe nació en 1946 y creció en ese paisaje uniforme, en el que normas, costumbres, creencias y estéticas, constituían el corpus existencial del digno americano medio. Era un niño solitario, creativo y, distinto. Un niño diferente en medio de cinco hermanos, compañeros de colegio y vecinos de barrio que seguían el camino marcado de la homogeneización. En ese principio, él luchó por salir y luchó por entrar y ninguna de las dos cosas parecía tener el efecto deseado. Comenzó fabricando abalorios con todo tipo de elementos y poco después se puso a dibujar. Se sentía atraído por la iconografía católica y por esos conceptos que parecían inalcanzables, como redención, éxtasis, vicio, Dios y Demonio, en eterno combate. De él decían que era una criatura cándida. Años después ya no supieron qué decir.

Su interés por el arte lo compartía con un compañero de instituto y ambos se escapaban a menudo a visitar los museos del centro de la ciudad. Admiraba, por un lado, a Picasso; mientras por otro, intentaba convertirse en líder de los Columbian Squires, una organización fraternal católica que servía para socializar y enseñar a los adolescentes a no caer en las múltiples tentaciones. De aquellos años quedan unas madonas cubistas que el cura de la parroquia, haciendo una compasiva excepción y desafiando al juicio divino, tiene convenientemente expuestas en su despacho, a la vista de todas las cámaras que se acercan a grabar los orígenes del artista.

Los intereses de Robert se ampliaban a la vez que se extendía su mundo conocido. Sus descubrimientos se ensanchaban a medida que la novedad lo golpeaba fuera de su barrio. Del parque de atracciones de Coney Island se quedó con los monstruos, las deformaciones, lo repelente. De un quiosco cercano, con las revistas de pornografía homosexual, envueltas en plástico e imposibles de adquirir a causa de su minoridad.

Aunque quería matricularse en la rama de Artes, su padre le obligó a hacer Diseño Publicitario por aquello del pragmatismo

Quiso entrar en la universidad, pero su padre se lo prohibió; entró en el Instituto Pratt, y, aunque quería matricularse en la rama de Artes, su padre le obligó a hacer Diseño Publicitario por aquello del pragmatismo. Robert, que era Bob por aquel entonces, obedeció. Llevado por la necesidad de complacerlo y de relajar esa tensión creciente que hervía en su interior, solicitó el ingreso en los Pershing Rifles, una sociedad militar honorífica del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva (ROTC), que ofrecían un programa de formación para futuros soldados de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Los Pershing Rifles eran famosos por la crueldad de sus novatadas que se componían mayoritariamente de prácticas sadomasoquistas infligidas a sus aspirantes. Algo que era dado en llamarse ‘La noche infernal’. El futuro cadete Mapplethorpe, por miedo al fracaso, por miedo a su padre, por miedo a una masculinidad cuestionada, aguantó.

Aquella farsa duró poco. A mediados de los 60 fue Vietnam pero también el pop. Bob solicitó el ingreso en el cuerpo de élite de los Pershing Rifles y fue rechazado. Andy Warhol se coronaba rey, Martin Luther King Jr. decía que soñaba. Era hora de irse de Floral Park. No obstante, la asfixia familiar fue substituida por la del piso compartido con militares. Su vestimenta empezó a experimentar giros estrambóticos, su comportamiento reflejaba picos cada vez más disparatados. La contracultura y el conservadurismo en el mismo cuerpo menudo y ansioso a punto de estallar. El día de su prueba de ingreso en el ejército se tomó una pastilla de ácido. Fue declarado no apto. Su padre le gritó lo siguiente: "¡Pareces una mujer!" y, después, "¡Me das asco!".

Es el momento en el que Bob se reencuentra con Robert y ambos, Patti Smith y él, inician un combate sin tregua para alcanzar la fama

 Dos casualidades hicieron que Patti Smith, musa del punk y poeta, se encontrara con Bob, y de ellas saldría, primero un noviazgo y más tarde una amistad complicada y sólida. Es el momento en el que Bob se reencuentra con Robert y ambos, Patti y él, inician un combate sin tregua para alcanzar la fama. Se consideraban artistas y el mundo lo tenía que saber. Vivían en un apartamento destartalado repleto de ego y obras que, poco a poco, iban conformándose en algo identificable con personalidad propia. Se apoyaban, se daban fuerzas, se iban anudando el hilo de la dependencia que, por veces, los empujó a la luz, y, por veces, los arrastró al abismo.

Mientras, en casa, Harry Mapplethorpe creía o aparentaba creer que su hijo estaba casado con esa sospechosa joven.

Recorrieron varios apartamentos, incluido uno en el famoso Hotel Chelsea, donde se sentían parte  de la corriente que, con seguridad, los iba a llevar a lo más alto. Lo que hacía Robert, en esas primeras incursiones artísticas, era experimentar. Dejó -ya libre, ya lejos- que aflorara su gusto por la imaginería homoerótica y comenzó a hacer collages recortando fotos de las revistas especializadas que, entonces sí, podía adquirir.

 Poco después se inició con la Polaroid, al tiempo que daba rienda suelta a su homosexualidad, hasta entonces reprimida. Se hacía autorretratos y fotografiaba también a sus amantes, a quienes acostumbraba encontrar en locales gays del underground neoyorkino. Eran los 60, y el arte y el sexo caminaban juntos.

A pesar de estar absolutamente convencido de su talento, la fama tardaba y él se ponía nervioso. Fue su primera pareja quien le presentó al que sería el creador, planificador y ejecutor de su carrera, Sam Wagstaff. De origen aristócrata, tras pasar por Yale, la universidad de Bellas Artes de Nueva York y un trabajo como conservador de arte contemporáneo en el Instituto de Arte de Detroit, Wagstaff era justo lo que Robert buscaba. Del mismo modo que había ocurrido con Patti, su relación se basaba en un interés mutuo —mucho más voraz por parte de Robert—. Se cubrían vacíos o se ordenaban, de algún modo, caos internos. Y además Wagstaff era rico. Si este comenzó a coleccionar fotografía y acabó contribuyendo de manera esencial a elevarla a categoría de arte, fue, en buena medida, por el impulso de Robert. Y, en respuesta, Robert obtuvo una cámara, un apartamento, un estudio y un pase directo a la alta sociedad y a galerías dispuestas a exponer sus obras.

Fue así como se desarrolló en Robert una existencia dividida capaz de fotografiar una cruda escena sadomasoquista con reminiscencias religiosas y a la princesa Margarita de Inglaterra tomándose un cóctel.

Después de Sam vinieron muchos otros. Después del sado vinieron los cuerpos negros, las flores, las esculturas griegas. Los portfolios X,Y y Z, hoy valorados en millones de dólares. Después del sida vino la muerte. A los 42 años. Siguen, por igual, acusándolo de pornógrafo y encumbrándolo al olimpo del arte.

Había en Queens una casa que parecía igual al resto. En sus paredes colgaban fotografías de Robert Mapplethorpe. El padre izaba, al igual que todos los días, la bandera de su país.

Todos fingieron, como el poeta.

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