Blog | Permanezcan borrachos

Un final redondo

Mi terraza es más grande que muchos de los apartamentos en los que viví a lo largo de mi vida. Cuando el tiempo es bueno trabajo en ella, bajo las enredaderas, en una hamaca. En cierto sentido, es un mundo, o al menos un fin del mundo.

Edificio, ropa colgada. EP

CASI TODAS las semanas cae desde los tendales vecinos alguna prenda de ropa, sin hacer ruido. Y entonces es como si se escuchasen las palabras "se acabó". Unos días es un accidente y otros un asesinato perfecto, porque sus dueños nunca bajan a reclamarlas y al cabo de una semana, harto de esperar, yo me deshago de ellas como si fuesen basura, en vez de pedazos de biografía. Supongo que soy, para los verdaderos asesinos, una clase de colaborador necesario ideal, y bastante idiota.

Unas pocas veces no hay crimen ni terrible accidente, sino solo suicidio. No me cuesta imaginar a un calcetín hastiado, roído quizá en el talón por el uso, decidiendo acabar con su vida útil contra el suelo de mi terraza, después de gritar que no aguanta más unos pies o unas botas. El abatimiento al que conduce una existencia de antipáticas repeticiones vuelve la caída al vacío particularmente atractiva. A mí solo me da pena, cuando el muerto es una media o calcetín, pensar en su compañero, que no tuvo la oportunidad de seguirlo en su caída. O simplemente no se atrevió.

Muchos días caen también colillas. La terraza da a la parte de atrás de un hotel, desde cuyos balcones los huéspedes fuman y lanzan sus cigarros, en ocasiones encendidos. Me entristece que de mes en mes no se arroje al vacío también un huésped, cosa que sería muy lógica, como si fuese un simple calcetín desgastado al que se le hizo insoportable cierto pie. Pero no hablemos de cosas bonitas.

Entre la ropa recién lavada había una camiseta de Curro, la mascota de la Expo 92

No hace más que unos días, mientras veía ¿A quién te llevarías a una isla desierta?, de Jota Linares, presencié una escena que me reconcilió con la ropa que se desprende de los tendales, y empieza desde cero. Una vecina subía a tender la colada a la azotea del edificio. Era un día de mucho calor, algo ventoso, que obligaba a cubrir los mecheros con una mano para encender los cigarros. Entre la ropa recién lavada había una camiseta de Curro, la mascota de la Expo 92. El vecino del noveno B, que fumaba un canuto en la otra punta de la azotea para no pensar demasiado en sus problemas personales, reconocía la prenda a lo lejos. "Oye, esa camiseta es mía", le hacía notar. La chica lo miró extrañada. "La encontré tirada en el patio hace años. Vivo en el bajo C. Estuve preguntando a los vecinos, pero nadie sabía nada. Me dio pena tirarla", le explicaba, y al final se la devolvía a cambio de unas caladas del porro.

Al principio, cuando me mudé a mi actual piso, hace ya cuatro años, recogía las prendas que caían en la terraza con agrado, como esa gente deseosa de hacer el bien constantemente, sin tomarse nunca un descanso para hacer entremedias una pequeña putada, aunque sea. Las sacudía, las doblaba y después iba por los pisos superiores preguntando al vecindario si aquellos calzoncillos, bragas, camisetas o sujetadores le pertenecían. Durante una época me sirvió para hacer migas con desconocidos, que se fueron acostumbrando a no bajar nunca a por la ropa caída. No tardé en cansarme de subir yo. Un día cayó una toalla. Olía tan bien y era tan suave que la recogí, me di una ducha rápida y me sequé con ella. Cuando transcurrió una semana, y nadie la reclamó, la tiré con enorme tristeza. Todavía recuerdo su delicadeza. En cierto sentido, la maté por matarla, como si así me vengase de sus dueños por no intentar recuperarla.

Pero no soy un asesino en serie. Hay prendas que pasa el tiempo y aún conservo. Me incomoda el desafecto que se instala a menudo entre los dueños y sus cosas. Son un calcetín de bebé, unos calzoncillos feísimos, unas medias negras, unas bragas que merecen una línea en una novela, una camiseta que pone Dios ha muerto, alegría, y cosas por el estilo. Simplemente las guardo para contar que las guardo, y también para imaginar que el día menos pensado su historia desembocará en un final redondo, que ya nadie esperaba.

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