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Vida de un romántico. Reconstrucción

La editorial Páginas de Espuma publica el primer volumen de Ensayos completos de Edgar Allan Poe, que dan una idea de su erudición y de su compromiso literario. Cuando se cumplen 210 años de su nacimiento, la historia de su vida es, al mismo tiempo, oscura, fascinante e irresistiblemente atractiva. Y lo mismo podría decirse de su obra.

A LAS TRES de la mañana del 7 de octubre de 1849, un hombre identificado cuatro días antes como Edgar Allan Poe, deja de respirar. Nos encontramos en el Washington College Hospital y todo lo que sabemos, además del nombre, es que el día 3 de octubre había sido encontrado tirado en la calle, solo, con ropas descritas por los testigos como «harapientas», con aspecto terriblemente desaliñado y en un estado que podría calificarse, en apariencia, de embriaguez extrema. En esa misma calle, frente a él, se erigía una taberna que había servido como lugar de votación para las elecciones celebradas esa jornada. Hacía frío. Estaba oscuro. Todo aquel que hubiera deambulado por allí a esas horas, habría experimentado un estremecimiento violento que parecería venir de algo no conocido hasta entonces. Los habitantes de Baltimore, los periodistas, los políticos, sabían de las prácticas mafiosas que se llevaban a cabo en momentos como aquel. Un día de elecciones significaba un tiempo detenido para las mujeres y los hombres de bien, un tiempo en el cual la inseguridad y el miedo poblaban la ciudad; los callejones sórdidos, los caminos empedrados que acababan en muros, se convertían en trampas, en pesadillas. Primero emborrachaban a las infelices víctimas, después las vestían con ropas diferentes y las obligaban a votar por un candidato, tantas veces como resistieran. Luego las abandonaban en cualquier rincón. 

La aparición de Edgar Allan Poe con ropas extravagantes, que no parecían ser suyas —su imagen era identificada como la del ser romántico: una elegancia un tanto desaliñada, su irrenunciable capa de los tiempos de West Point, ropajes negros, andar grácil, huidizo al tiempo, mirada arrebatada, de quien ve más allá, de luz inquietante—; la similitud de su estado con los síntomas exaltados que la ingesta de alcohol puede provocar; el lugar donde fue hallado, y la constatación de ese día como jornada electoral, han llevado a no descartar como posible teoría, que el poeta, cuentista, ensayista y periodista, hubiera sido, tan solo, una víctima más de esa tétrica costumbre.
Un hombre llamado Joseph Walker halla por casualidad a ese otro hombre en estado lamentable. Lo identifica y decide ayudarle, le pregunta si hay alguien en Baltimore a quien pueda acudir. Poe acierta a decirle un nombre: Joseph Evans Snodgrass. Con premura, Walker escribe una nota exponiendo en ella el estado de Poe y le insta a acudir en su auxilio. Snodgrass llega presuroso y lo traslada al hospital. Sabemos que de allí no saldría y que, apenas unos minutos durante esos días agónicos, recuperaría la consciencia. Sabemos que deliraba horriblemente y que nada se pudo hacer para salvar su vida. El doctor John Moran aporta estos datos que son los únicos y los últimos. Después, todo es nebulosa opaca, donde hay más incógnitas que certezas. No existen informes, no existe documentación. Causa de la muerte: inflamación cerebral. Ninguna información que permita cotejar datos. Hay otras teorías que cuentan otra historia sobre la muerte de Edgar Allan Poe. Ninguna contrastada, ninguna confirmada.

Pero, ¿qué estaba haciendo en Baltimore? En realidad no tendría por qué haber estado allí. Baltimore era lugar de paso hacia un destino bien distinto. Nos consta que el 27 de septiembre había subido a un barco que atracaría en la ciudad dos días después. Una vez allí, el plan era alcanzar un tren que lo llevaría a Filadelfia. Su intención era ir en busca de María —conocida como Muddie, madre de su difunta esposa, Virginia— y resolver cuestiones editoriales con un tal Griswold, hombre calificado de envidioso y manipulador, que se ocuparía de la edición de sus obras y que, años más tarde, escribiría una biografía en la que sellaría el destino de Poe. A partir de ella, la adicción al alcohol y al opio que le atribuye al autor en sus páginas, ya no podrá disociarse de su leyenda.

El año 1849 fue extremo, errático, arrebatado. La penuria económica —constante en su vida— amenazaba una estabilidad ilusoria. No había nada que pareciera estar asentado en algún punto sólido. Conocemos poco, pero algo, de sus idas y venidas, de Fordham —donde aún permanecía lo que podría llamarse un hogar para él, lugar en el que vivía con Muddie— a Nueva York; de Nueva York a Richmond, de Richmond a Baltimore.

A pesar de un comportamiento tremendamente inconstante, la valía de Poe era de sobra conocida y admirada

Numerosas cartas certifican que su estado era el de un hombre acorralado, alterado, mentalmente inestable. Sin embargo, el sueño de su vida parecía más cerca que nunca en un momento determinado de ese año, en que recibió una carta de un admirador que se ofrecía a financiarle la revista tan deseada. Tras escribir en otras, dirigir otras -que abandonaría en actos impulsivos, de las que lo despedirían en no pocas ocasiones- se le presentaba al fin una oportunidad. A pesar de un comportamiento tremendamente inconstante, la valía de Poe era de sobra conocida y admirada. Sus críticas punzantes, su audacia analítica, su erudición y su falta de decoro a la hora de arrebatarle a un autor la fama inmerecida, se traducía, además, en ventas. Todas las revistas acrecentaron enormemente sus tiradas a su paso. Sabemos que, poco después de recibir la noticia, viajó a Richmond.

¿Era una huida más? ¿Volvía, de nuevo, a apoderarse de él, esa incapacidad para abrazar la estabilidad, la felicidad? Se despidió de Muddie, de amigos, en cartas que respiran final. No puede faltarle al héroe romántico el ardor amoroso, la desesperación apasionada que trae y lleva humores, ensueños y trastornos. En ese tiempo, tres mujeres: Marie Louise Shew, Sarah Helen Whitman y Annie Richmond ocupan un corazón impetuoso, difícil, extraviado en un laberinto pasional, en el que la desesperación y la angustia, unidos al láudano, empujan más y más a un Edgar Allan Poe quizá, ya, condenado, o derrotado definitivamente.

1847. Muere de tuberculosis Virginia, con la que se casó cuando esta contaba trece años, a la que, según todos los testimonios, quiso y cuidó. Con la que, pese a las penurias financieras, vivió los pocos momentos de estabilidad, junto con la madre de esta, Muddie, en una casa en Fordham, a las afueras de Nueva York. Observando su trayectoria vital, leyendo su correspondencia, siguiendo sus huellas, se puede calificar Fordham de cobijo tanto como de retiro de un mundo que no se correspondía con el suyo.

Mediados de los años 40. Edgar escribe. Desenfrenadamente. A medida que aumenta la fama, se incrementan también las enemistades. Los miembros de las sociedades literarias —los ‘literati’— son enemigos declarados a quienes destroza en críticas furibundas. Falta el dinero, no así el genio, que crea y devora a un tiempo. Se publica ‘El cuervo’, ese poema del nunca más. Durante los años anteriores se desata la enfermedad de Virginia, se publican cuentos inmortales y se desestabiliza más y más la voluble voluntad del poeta.

Lo salvaron, momentáneamente, los cincuenta dólares que ganó por el cuento Manuscrito encontrado en una botella. Le salvó lo que escribió.

Años 30. Sabemos que en 1833 escribe a su padre adoptivo, John Allan. Después de muchas otras, misivas desesperadas en procura de ayuda, dinero, de -probablemente- afecto, esta tampoco obtendrá respuesta y será la última: «En nombre de Dios, ten piedad de mí y sálvame de la destrucción». No lo salvó ese hombre que se hizo cargo de él cuando quedó huérfano, que le proporcionó una educación elevada en la Universidad de Virginia, que le facilitó su ingreso en la academia militar de West Point y que acabaría renegando de su hijo adoptivo, sin comprender ni su talento ni su vacío; ni sus demandas ni sus ausencias. Lo salvaron, momentáneamente, los cincuenta dólares que ganó por el cuento Manuscrito encontrado en una botella. Le salvó lo que escribió. Pero sólo por un tiempo.

Durante su vida estudiantil y su posterior vida de soldado construyó la biografía que su padre adoptivo quiso borrar para siempre. Deudas de juego, alcohol, escándalos. Su primer libro Tamerlán y otros poemas, se gesta en esos ambientes.

Sabemos que Edgar niño sufrió el abandono de su padre, la muerte temprana de su madre, la acogida de un matrimonio con el que viajó a Europa y con el que volvió a Estados Unidos. Sabemos que las carencias van puliendo el carácter. Que no fue el niño que el primer protector habría querido tener.

La historia comienza en Boston, un 19 de enero de 1809, continúa en Richmond, Virginia, pocos años después, va y viene por la geografía norteamericana durante cuarenta años, momento en el que se precipita por un abismo quizá innoble, muy oscuro; quizá terrorífico, muy, muy recóndito; imposible —por la pruebas que existen— de desentrañar.

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