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En la falda de Etaine

En Etaine está la vitalidad más allá de todos los puritanismos, de todas las doctrinas cerradas. Están las hadas locas que susurran en 'El país de nuestros anhelos' de Yeats

Costa

MUCHAS VECES me acuerdo del poema irlandés El cortejo de Etaine. Primero lo encontré en La epopeya celta en Irlanda de Jean Markale, después lo encontré en otros sitios.  En general me gustan los poemas en lenguas célticas, que son apasionados y vertiginosos.  Están llenos de entusiasmo, de nostalgia, de fantasía. Hace mucho leí el Cancionero de la poesía céltica de Julius Pokorny, que tradujo del alemán al gallego Celestino Fernández de la Vega. Hablan del mar, de las hadas, de viajes al mundo invisible. De la tierra de la promesa, de las frustraciones, de los deseos. Surgieron durante siglos en Irlanda, Escocia, Gales, la isla de Man.

Me acuerdo de Amergín de Irlanda, que en la Alta Edad Media dice que pasó por todo y lo vio todo.  Y siente nostalgia de ello: "Yo, la más bella entre las plantas,/ yo un jabalí perseguido,/ yo un lago en la llanura,/ yo la fuerza del canto".

Pero sobre todo me acuerdo de El cortejo de Etaine, del Ciclo Mitológico de Irlanda, de comienzos de la Edad Media. La celosa Fuanmach está celosa de Etaine y la persigue por todas partes. La transforma en una charca, en un insecto que entra en la boca de una mujer y nace como una bella muchacha, en esposa de un rey apartado. Pero su enamorado Mider acaba encontrándola siempre. La sigue a través de todas sus transformaciones. Al final escapan los dos en forma de cisnes y nadie puede atraparlos. Mider y Etaine sentían nostalgia de un contacto absoluto a través de todas sus formas. En el poema está el dinamismo vertiginoso del arte celta, está la transformación incesante, está el panteísmo. Están la libertad y la nostalgia.

Hay un momento en que el hermano del rey se enamora de Etaine y sabe que su amor es imposible. Y dice unas palabras de amor tan escalofriantes como no he encontrado en ninguna literatura: "Mi amor es un cardo, es un deseo de fuerza y de violencia, es como las cuatro divisiones de la tierra, es como una torcedura de cuello, una zambullida en el agua, una lucha contra una sombra, una aventurada carrera bajo el mar". Al final por pura generosidad, por amistad apasionada, Etaine se acuesta con su cuñado con un disfraz en la oscuridad. Y escandalícense cuanto quieran.

Pienso también en otros poemas célticos. Pienso en la Historia de Deirdre, en el Libro de Leinster, del siglo XII. La preparan desde niña para ser esposa de Conor, ella se enamora de Noisé y huyen a Escocia. Cónor los hace regresar con engaños y mata a Noisé. Luego somete a Deirdre a tormentos tan increíbles que ella se arroja por un precipicio. Pero antes de morir canta el Lamento de los hijos de Usnech, donde se muestra rebelde y osada, y suelta una nostalgia rabiosa: "Muchos trabajos soporté/
en compañía de los tres héroes,/ los soporté sin casa ni fuego,/ sin embargo nunca sentí tristeza./ Yo soy Deirdre, sin más placer, /me encuentro al fin de mi vida,/ quiero perecer cuanto antes".

Pienso en la Bendición de San Patricio en el siglo X que sigue divinizando a la naturaleza como el paganismo céltico, que lo santifica todo como Walt Whitmann, que dice "santo es mi cuerpo" como Allen Ginsberg. Qué lejos queda el puritanismo calvinista: "Benditos los picos de los montes,/ las desnudas piedras del pavimento,/ benditos los estrechos valles /y las sierras elevadas". Y San Columbano en el Saludo a Irlanda, tiene la misma intrepidez: "Delicioso permanecer sobre el valle de Howth/ después de haber surcado el amplio mar,/remando fuerte en la pequeña barca/ llegar a la ribera sobre una onda salvaje". Pienso en las Tríadas que expresan una sensibilidad para vivir intensamente los detalles: "Las tres cosas sutiles que mejor sostienen el mundo:/ el sutil surtidor de leche del pezón de la vaca al ordeñarla,/ la sutil hoja de grano verde que se eleva del suelo,/ el hilo sutil en manos de una mujer experta".

Me acuerdo del ermitaño Marbhan que añora el entusiasmo de la naturaleza en medio de los amaneramientos del palacio: "La melena de árboles de verde corteza sostiene el cielo,/ lugar magnífico,/ el amplio verdor de una encina hace frente a la tempestad". Del bardo Ossian, líder de los caballeros fenianos, que discute con san Patricio, y  canta  las cosas trepidantes  que añoraría en el  cielo cristiano: "Clamores de gaviotas, crascitar de cuervos,/ ulular de lobos, murmullo de arroyos,/ la voz de un perro tras el rastro, y estar sentado entre los poetas".

Me acuerdo de James Macpherson, escocés nacido a orillas del lago Ness, que en el siglo XVIII atribuyó a Ossian unos poemas que apasionaron a toda Europa. Como Berrutha, en que Oscar después de una expedición a Escandinavia lamenta la muerte de Malvina y con ella de   la vitalidad, la música, la belleza: "Malvina ¿dónde estás con tus canciones, con el suave ruido de tus pasos?/ Hijo de Alpin ¿estás tú cerca? ¿dónde está la hija de Toscar?/ Yo pasé, hijo de Fingal, por los muros cubiertos de musgo de Turlutha./ Vi a las muchachas en el arco./ Les pregunté por Malvina pero no respondieron/ Se volvieron sus rostros, fina oscuridad cubrió su belleza./ Eran como las estrellas, en una colina cubierta de lluvia por la noche, cada una mirando/ débilmente a través de la niebla". Los eruditos se pusieron con chorradas, que si el poema no era de Ossian, que era del propio Macpherson. ¿Pero qué coño importa, acaso el poema no es genial?

Me acuerdo de Taliesin en Gales en el siglo VI, que también lo fue todo como Amergin, y que en Himno al viento lo sobrepasa todo y escapa de todo. De los Mabinogion o historias de juventud de los caballeros, de cómo el rey Pwyll consigue a la misteriosa Rhiannon montada en un caballo blanco,  de  cómo Llew Llaw consigue que su madre le dé un nombre, de Blodeuwed, hecha con una mezcla de todas las flores…

Pero sobre todo me acuerdo de Etaine y a veces descanso en su falda. En ella está la vitalidad sin fin, la magia incontrolable. Está la transformación incesante, el entusiasmo del universo, como en las miniaturas de las cruces celtas, los discos con espirales, las iniciales del libro de Kells. En ella está la vitalidad más allá de todos los puritanismos, de todas las doctrinas cerradas. Están las hadas locas que susurran en El país de nuestros anhelos  de Yeats.  Ella nos libera del mecanicismo moderno, ella nos devuelve el encanto del mundo que negó Max Webber.

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