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Era un armenio, era un francés

Los armenios han sido emprendedores, lo han resistido todo, han sobrevivido a las brutalidades, se han mostrado siempre llenos de vida. Y esa vitalidad elegante la tenía Aznavour hasta el final. Parece una noticia falsa que haya muerto

Aznavour

EL MUNDO SE vuelve duro, tecnocrático, pijeril. Tratamos con máquinas continuamente, nos convertimos en letras kafkianas en un mundo de grandes corporaciones y de locales solo para pijos. ¿Adónde irá el espíritu de Aznavour, donde irá la bohemia, la nostalgia, el alma de Venecia?

Allí estaba en la película de Trufaut, Disparen sobre el pianista, era un tipo de rostro algo exótico, que tocaba el piano, que daba misterio y encanto a un ambiente francés. También allí era un resistente, alguien que vivía la música en un bar de mala muerte, pero lleno de sus notas; era alguien frágil y oscuro que tiene que sobrevivir. ¿Y quien podía hacer mejor ese papel que aquel armenio de mirada apagada?

Y en Ararat, de Atom Egoyan, otro gran armenio, hacía el papel de un director de cine que filma en Canadá una película denunciado el genocidio que perpetraron los turcos contra los armenios , que inspiró a Hitler su limpieza de judíos al ver que no pasaba nada, y que en Turquía todavía no puede nombrarse. Otro hombre que resiste en medio de presiones, que solo quiere mostrar la verdad, igual que el personaje de Trufaut solo quería tocar el piano. Era una película con una estructura loca, con saltos continuos en el tiempo, pero era la única manera de mostrar como las heridas quedan en la memoria y surgen continuamente, y los latidos resisten sin cesar.

Interpretaba a un hombre que defendía la vida y las notas del piano. Que le cantaba a la bohemia y a las calles de Venecia. Que ponía siempre un tono nostálgico, de defensa del mito que nos mejora, del lirismo que nos enciende y nos saca de la miseria cotidiana.

Y ahora los tecnócratas robotizadores quieren un nuevo genocidio contra los seres humanos en general, y todos decimos que sí, que está muy bien, que es el futuro inevitable, y resulta anticuado defender la vida y la humanidad. Incluso te llaman loco si defiendes al ser humano, y quieres un entorno humano y seres humanos que hablen contigo en lugar de máquinas.

Era tan francés, tan parisiense, era lo último del perfume cultural francés; lo parisiense que siempre está en otra parte. Modiano debería escribir una novela sobre él.  Era tan armenio. Los armenios aportaron a Europa el amor por los libros en medio de las hordas mongolas, pusieron intimismo doméstico en las grandezas del Cáucaso, nos asombran con sus ‘khachkars’ y sus iglesias redondas. Su gran monumento es la Biblioteca de Yerevan que tiene tesoros increíbles.

El había estado allí y los armenios se sentían orgullosos. Y soltaba un perfume francés en el refugio cultural en el Cáucaso

Siempre estuve fascinado por Armenia y viajé hasta allí en un periplo por tierra hace unos años. Lo conté en la novela El viento en las hojas de los libros, pero las editoriales solo quieren historias comerciales y cotilleos de famosos televisivos. Entramos en el pub Poplovok de Yerevan y vimos la foto de Aznavour. El había estado allí y los armenios se sentían orgullosos. Y soltaba un perfume francés en el refugio cultural en el Cáucaso.

Los armenios han sido emprendedores, lo han resistido todo, han sobrevivido a las brutalidades, se han mostrado siempre llenos de vida. Y esa vitalidad elegante la tenía Aznavour hasta el final. Parece una noticia falsa que haya muerto. No puede ser, se dice uno, Aznavour no muere. Si estuve charlando con él hace unos días a través de sus canciones. Si lo sentía tan cerca hace poco en un bar.

Adónde irá su espíritu, sus modales, sus cejas pobladas, su gesto melancólico, su aire de que resiste la vida, de que saca lo más escondido de la vida.  Se dirigía al gran público, pero no tenía esa sonrisa grasienta de otros triunfadores, esos tópicos machacones, ese prurito de fabricar canciones como salchichas. Se dirigía al gran público, pero lo podrían admirar los mejores escritores, los cantantes más atrevidos, tenía un toque alejado de toda vulgaridad, de todo triunfo vulgar.

Era un armenio y llevaba lo armenio por el mundo.  Era un francés y llevaba lo francés por el mundo, la bohemia, la coquetería, el juego galante con la vida. Era solo él y tenía ese toque intermedio, ese aire de ser famoso y sin embargo estar escondido, de que todos lo conocían, y sin embargo ninguno lo había adocenado; ese aire de charlar como un desconocido irrecuperable en un bar con un piano. 

El mundo se vuelve frío, se decora con millones de máquinas, la gente no tiene ya tiempo de escuchar canciones con los ojos y los oídos, se mete en sus móviles que cambian cada media hora, en sus aplicaciones, en sus artilugios.

Pero Aznavour era para escuchar de verdad, allí delante en una mesa, o como si uno estuviera en una mesa. Y para sentir nostalgia, la misma nostalgia que él sentía, por un mundo más creativo, por un mundo de arte y de espíritu, en las buhardillas parisienses, en las miradas de las novias. 

El mundo es cada vez más frío, para tecnócratas, para pijos con carteras celestiales, para progres sin fondo. ¿Y qué haremos con él, que haremos sin él, unos cuantos lo escucharemos en las tabernas subterráneas, en los bares sin pretensiones, junto al fuego de las abuelas, en lo escondido de nuestra mirada, más allá de los cómputos, fuera de la mirada?.

No es creíble que Aznavour haya muerto. Pero hay que creerlo. Y el mundo pierde algo más de su magia, algo más de su evocación. Joder, porque me encantaba mirarlo, hablar con ese rostro que era cercano y que se iba, que me traía en sus rasgos lejanas historias en la periferia de Europa, pero se había vuelto tan francés, tan esencia de Europa. Y me gustaba escucharlo, con su tonalidad nostálgica, no me golpeaba, no me machacaba, me hacía vivir oscuramente, me hacía recorrer las trastiendas. Y París ya no será el mismo si sé que Charles Aznavour ya no respira en sus calles. Antes nunca lo veía, nunca hablé con él, por supuesto; pero sabía que él andaba en alguna parte, que recordaba un París de leyenda, que expresaba las travesuras de Trufaut y las gracias de Montmartre.

Sí, me acompañaba, me gustaba saber que él andaba por ahí, en alguna parte, que en los desvanes de mi mente todavía se movían sus canciones, que podría retirarme a ese desván cuando este mundo pijo y brutal me golpeara en la cara.

¿Y ahora qué clase de robot nos va a cantar Venecia sin ti, o La bohemia o  La más bella para bailar? ¿Qué robot diseñarán que tenga esa cara tan poco convencional y tan sugerente, que enmarque la boca con esos surcos, que nos acompañe con esa evocación?

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