Blog |

Quince noches con Billie Holiday

"Todas las tardes, en medio del calor centroeuropeo, yo ponía el vinilo largo con todas las canciones de Billie Holiday. Y aprendí a amarla en aquellas horas. Fue algo que me quedó para siempre"

LLEGUÉ EN TREN desde París, buscaba hotel por todas partes. Todos los hoteles estaban llenos. Un tipo en una esquina me dice "cambio, cambio", yo le digo "hotel, hotel". Y él me dice "apartamento". El apartamento estaba en las afueras, pero se llegaba muy bien en metro. Había un tocadiscos, y solo un disco. Era un longplay de Billie Holiday. 

Era a finales de los ochenta y todavía estaba el comunismo. La gente me preguntaba por qué fui a Praga, y yo fui para buscar a Kafka y los alquimistas de que hablaba Gustav Meyrinck. Al volver les dije que Praga era prodigiosa y me contestaron: ¿Cómo va a ser bonita si es comunista? Le pregunté a mi casero qué opinaba del comunismo y me dijo: los comunistas trabajan para ellos mismos. Fui a un cine y antes de la película ponían un documental parecido al Nodo de la España franquista. Era tan triunfalista y propagandístico que varios nos pusimos a aplaudir de cachondeo. Pero no habían llegado las hordas de los turistas que lo encarecen todo y lo desvirtúan todo.

Todas las tardes, en medio del calor centroeuropeo, yo ponía el vinilo largo con todas las canciones de Billie Holiday. Y aprendí a amarla en aquellas horas. Fue algo que me quedó para siempre. Sus canciones me llenaban de melancolía alimenticia y de saudade pálida y apasionada. Me iba con ella a los vericuetos donde resiste el alma en medio de los absurdos del mundo. Por las noches acudía a clubs de jazz en sótanos de Praga. El jazz era una rebeldía en aquel país burocrático y se toleraba solo porque era casi clandestino. Una vez destaqué demasiado borracho y se me acercó un funcionario soltándome amenazas en checo. Menos mal que me rescató un fotógrafo que se parecía a Allen Ginsberg.

El jazz era una protesta del alma soterrada igual que en Estados Unidos, donde estalló en todas partes en contra de la cultura aséptica oficial. Los grupos negros animaban a los blancos fascinados y los propios negros no podían ir a escuchar su música. Billie Holiday vivió sus últimos días en arresto domiciliario y se iba muriendo del hígado mientras dos policías vigilaban su casa. Pasó una infancia muy dura en Nueva York y alguna vez tuvo que prostituirse en Brooklyn para llevarse algo a la boca. Una vez le pasaron una letra sobre unos negros colgados de los árboles por blancos fanáticos en Nueva Orleans y puso en la canción El fruto extraño la dosis más honda de extrañeza y de resistencia melancólica. Y otras veces entonó canciones de amor en que la saudade y la pasión hecha humo se extienden más allá de los tópicos. Murió un otoño en Nueva York cuando la muerte del año se hacía esplendor melancólico por todas partes.

Billie se parecía a Kafka en ciertas cosas. Kafka contó la extrañeza del individuo abandonado entre las telarañas burocráticas que lo angustian, los agrimensores y empleados que se extrañan convertidos en insectos o en vagabundos. En el mundo comunista o en el mundo capitalista el hombre se ve machacado por construcciones absurdas e inhumanas. Kafka y Holiday sufrieron el absurdo en sus carnes. Y los dos expresaron angustia o melancolía, la rebelión sorda contra el padre, la queja profunda ante la brutalidad. Tal vez por eso yo fui a Praga a buscar a Kafka y encontré a Billie Holiday.

El jazz era melancolía y desgarro, era duda vital, era desconcierto de la existencia y emoción rota

Ella pensaba en serpentear por los vericuetos del abandono y del hambre en Nueva York. Ella ponía su voz ronca y crujiente, sus frases entrecortadas, su tono que parece quedar sin aliento. El jazz era melancolía y desgarro, era duda vital, era desconcierto de la existencia y emoción rota. Ella se dejaba llevar transformando noches de frío y humos perdidos en los tugurios. Masticaba los desamores y los desencantos. Y cuando bebía flotaban gusanos de encanto frío sobre sus copas.

Un día en Nueva York interpretó la canción Fruto extraño: "Los árboles del sur producen frutos extraños,/ sangre en las hojas y sangre en las raíces,/ cuerpo negro balanceándose en la brisa del sur,/ fruta extraña que cuelga de los álamos". Se inspiraba en el linchamiento de dos que fueron colgados de unos árboles y la había escrito un judío comunista. Hablaba de la condena de ser negro en el Sur de los Estados Unidos, del fanatismo feroz que condena a razas enteras. Luego la interpretó muchas veces y la sentía tanto que se iba a llorar al baño.

Ella no podía ser feliz y escuchaba la vida. Y vivía en su infelicidad incontrolable

La policía la detuvo muchas veces, le prohibieron cantar en muchos sitios. Los amantes la maltrataron. Bebía y tomaba drogas para olvidar esa condena. Le prohibieron actuar en muchos locales. Era una negra en Estados Unidos. Y no podía soportar esos frutos, no sabía cómo tragarlos. La realidad produce frutos amargos en los países poderosos del mundo. La Historia apabullante acorrala a las personas que viven perdidas entre ella expulsadas del mito y tienen que tragar sus frutos absurdos.

Y la canción terminaba terrible: "Aquí está la fruta para que la arranquen los cuervos,/ para que la lluvia la empape, para que el viento la chupe,/ para que el sol la pudra, para que los árboles caigan,/ aquí hay una extraña y amarga cosecha".

Ella no podía ser feliz y escuchaba la vida. Y vivía en su infelicidad incontrolable. Y vaciaba las botellas de whisky. Y a veces vagaba zarrapastrosa por las calle de Nueva York. Pero ella es la que nos ha desgarrado, la que nos ha mostrado los callejones rotos de la nostalgia y la amargura. La nostalgia feroz de las vidas que se rompen. Todo lo que es posible y se rompe por las calles.

Ella no podía ser feliz y escuchaba la vida. Y vivía en su infelicidad incontrolable. Y vaciaba las botellas de whisky. Y a veces vagaba zarrapastrosa por las calle de Nueva York. Pero ella es la que nos ha desgarrado, la que nos ha mostrado los callejones rotos de la nostalgia y la amargura. La nostalgia feroz de las vidas que se rompen. Todo lo que es posible y se rompe por las calles.

Yo la escuchaba en las noches profundas de calor sofocante en que el tiempo se me mostraba alucinado

En los garitos ponía a los transeúntes su triste reluctancia, el sabor de su desgracia, su agria emoción. Se sentía como una puta negra en el basurero de la vida, soltando sus lágrimas de ocre.

Un verano en Praga en un apartamento yo la escuché quince noches seguidas. Había un tocadiscos y solo había un disco con sus canciones. Yo la escuchaba en las noches profundas de calor sofocante en que el tiempo se me mostraba alucinado. Apenas sabía nada del jazz entonces, y tampoco sé gran cosa ahora. Desde luego no soy un erudito del jazz, como algún pedante que conozco que puede decirte con quien tocaba Coleman Hawkins en tal tarde de tal año y cuantas veces se limpió el sudor con un pañuelo. Pero hay trozos de jazz que me arrastran por las esquinas del sentimiento y me dejan tirado en cualquier ventana. Aquel verano escuché quince noches seguidas a Billie Holiday. Y se quedó en mis venas para siempre.

Comentarios