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Sikelianos, el entusiasta

Llegué al puerto del Pireo a las doce de la noche, me dispuse a subir al barco para Creta. No había nadie, me dije: "qué raro, iré yo solo a Creta". Me dijeron que el barco no salía porque había temporal, unos días antes habían muerto cincuenta personas en ese barco en otro temporal. Cogí un taxi hacia el centro, pero no quiso llevarme, porque era la noche de fin de año y la ciudad estaba colapsada. Me tuve que quedar en un hotel del Pireo, me puse a ver porno en la habitación, y me eché a dormir yo solo como si estuviera en un cuadro de Edward Hopper.

A la mañana siguiente me dirigí a Delfos, pasé allí cuatro días. Observé las ruinas de las calles principales, visité el Museo, paseé de noche hasta la fuente de las Musas en un acantilado al borde de la carretera, visité los edificios más apartados como el circo. Entré en el museo varias veces,  los empleados se asombraron, porque lo normal en turistas es entrar solo una vez con bastante prisa. Pero yo nunca he sido un turista, y no concibo la mirada superficial y consumista de los turistas.

De noche solo en la habitación me acordé de Ángelos Sikelianos, el hombre que quiso resucitar el santuario de Delfos. Recuperó Delfos para el mundo entero como representación entusiasta de Grecia. Estuvo a punto de llevar el premio Nobel antes de que lo llevara Kazantzakis, entusiasmó a escritores del mundo entero. Henry Miller habló del «portento de su visión». Su concuñada Isadora Duncan —era hermana de Raymond Duncan, el marido de su hermana— seguramente se inspiró en él para recuperar las danzas clásicas.  Organizó durante los años veinte varias veces las Fiestas Délficas con representaciones de teatro clásico, juegos atléticos, exposiciones, danzas. Su mujer, Eva Sikelianos, dirigió Prometeo encadenado y después Las suplicantes de Esquilo. Invitaron ilusionados a Miguel de Unamuno.

Me acordaba de él en esa Delfos donde se instalaron las musas misteriosas antes de que, como cuenta Robert Graves , viniera Apolo a controlarlas, donde la pitonisa hablaba del destino en forma de serpiente llena de vida y del fervor de la tierra. Una vez en Lugo, después de comer, escuchando música, me sentí abrumado por el conjunto de la vida incomprensible y sentí una melancolía visionaria que me mostró el destino como se mostró a Hölderlin, a la pitonisa de Delfos. Toda la vida se vino a mi rostro, igual que sacudía los miembros de la pitonisa, por mucho que arreglara el pijo Apolo con sus trajes de diseño.

De vez en cuando me entusiasmo como Henry Miller leyendo los poemas de Sikelianos que quiso escuchar a la pitonisa de Delfos, que quiso acostarse con ella. En Los caballos de Aquiles celebra los caballos fogosos que salen entre las olas del mar con voz mántica y juventud divina, que salen para siempre en el mito sostenidos por el destino. El entusiasmo del mito es necesario contra la sordidez de la Historia. En algún momento de la noche pensé: aquí no hay fuente de las musas, ni pitonisa, ni nada, solo noche silenciosa, naturaleza completamente extraña , y agua que cae de la montaña sin literatura. Pero luego me dije: sí, aquí soñaron unos tipos con musas e inspiración, y yo puedo soñar lo mismo, y mirar las montañas con embriaguez de la misma manera. Esos mitos son tan naturales como los montes, la naturaleza y la literatura se comprenden, nuestro ojo es un ojo afinado por el mito.

Con el poema Palamas, recitado como una letanía en el entierro del poeta, Sikelianos provocó una sublevación de los atenienses contra los nazis: "El latido inefable de la eternidad en esta hora:/ Orfeo, Heráclito, Esquilo, Solomos". En el poema Es​parta no aparece la Esparta militarista y fascista que despeña a los niños que no son fuertes, sino esa Esparta de Helena que celebró Kazantzakis, la Esparta en que el viejo rey entrega a su esposa en la noche a los vigorosos brazos de un joven para que suelte su semen fogoso y le dé un hijo entusiasta. En Pericles Yannopulos celebra a Hipólito hundiéndose en el mar como la juventud inmortal de Píndaro y sus versos como flechas, Hipólito desciende de los efebos atenienses que levantaron la cultura ateniense. En Himno del Gran Retorno imagina el retorno prodigioso de la creación griega, del esplendor de Grecia en sus mitos y sus obras: "Noches sin luna, me habéis colmado de sangre ardiente./ mi espíritu fecundo, se conecta de modo mántico con la tierra". Siente otra vez el Olimpo y el Vellocino de Oro, siente la germinación de la vitalidad interminable: "Allí donde la divina oscura tiniebla empieza, me aguarda/ mi yo germinal".

Venus surge imparable del mar en Anadiomena, extiende los brazos y la tierra la estremece entera, sus cabellos se sueltan, pide a los vientos que la recojan. En ‘Pan’ un cabrero se sienta en un acantilado junto al mar mirando Salamina, el macho cabrío regio levanta su cabeza hacia los peñascos, escucha a los ruiseñores, saborea las uvas y el pan, toma vino, se tiende en una sábana con olor a hierbas. Vibra con el cosmos entero que el cristianismo calvinista quiso demonizar.

Nadie como Sikelianos proclamó esa fusión de cosmos y espíritu, mito griego y cristianismo, carne e idea, ese entusiasmo que recuerda al Cristo que ofrece vino en cana y a la Grecia que ofrece mística en Platon y en Eleusis. En El joven bello la tierra suelta su aliento como si fuera una boca, la tierra invita a un banquete místico sin fin —como el de Platón o el de Cristo— y el talón de un atleta dormido está lleno de invisible gracia. Es la gracia que la modernidad mecanicista se empeña en no percibir, que vio con entusiasmo Henry Miller o palpó DH Lawrence a su manera.

En John Keats, el enamorado de Grecia sin conocerla físicamente, que conoció su espíritu mucho mejor que muchos eruditos indigestos de datos pero sin visión, igual que la conoció Nietzsche, piensa que llega a una playa de Grecia con él, y se les aparece Helena con su mítica belleza, y aunque ya está muerto le ofrece los tesoros de Micenas, los vasos y las espadas. En Nunca escrito, así como Cristo encuentra un perro muerto a las afueras de Jerusalén y se fija en como brilla el sol en los dientes del perro, Sikelianos pide en medio de la carroña universal una visión de esperanza, de renacimiento entusiasta, la energía de lo no escrito. En la noche callada de Delfos yo me entusiasmaba con Sikelianos.

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