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Un cliente premium

Sin nombre

Aprovechando que estoy de días libres y hace una tarde estupenda, he pensado que mucho mejor plan que disfrutar en la playa con mi familia iba a ser meter un par de horas extras trabajando para una conocida compañía de telecomunicaciones. Por la cara, faltaría más, para eso estamos los clientes: hoy por ti, mañana también.

Aunque para cliente fetén, mi suegro: premium, le llama la dichosa compañía. Qué menos, después de haberle metido a un bendito señor de 83 años el paquete completito: fútbol, Fórmula 1, tenis, natación sincronizada, carreras de chapas, lanzamiento de boina, tiro al pichón y tres o cuatro canales especializados de pesca; todo el equipaje de series y películas clásicas y de estreno; un paquete infantil de lujo con oferta para todas las edades y programas educativos muy buenos, supongo que por si él o mi suegra sufrieran un ictus o una enfermedad degenerativa severa y tuvieran que volver a aprender a hablar; dos líneas de móvil con datos como para que los dos estuvieran bajándose porno sénior muchas más horas de las que serían prudentes por sus bypass , y ancho de banda en casa como para que estuvieran conectados permanentemente con su pandilla jugando en red al ‘Resident Evil 8 Killer Grannies’ si la artrosis de los dedos les permitiera pulsar algo más que el interruptor de la luz.

Cuando el otro día mi cibersuegro llamó porque dejó de ver los pocos canales que le gustan de todos los que paga, la compañía le hizo una comprobación rápida de línea y determinó que había que cambiarle el router. Como era cliente premium, le dijeron, le iban a mandar uno que era la leche, un cañón, lo mejor para el mejor cliente, tan bueno que de los tres aparatos que tenía hasta ahora le iban a sobrar dos. Eso sí, se lo tenía que instalar él, porque si enviaban a alguien a ponerlo le tenían que cobrar un riñón, pero uno con menos uso, que con el suyo ya no le alcanzaba. Pero que no se preocupara, lo tranquilizaron, que era supersencillo instalarlo y que para eso estaban ellos, para atender a un cliente premium como él y solucionarle cualquier duda por teléfono.

Por extraño que pueda parecer, en mi suegro pesaron más sus 83 años analógicos que su condición de premiun. Ya se sabe que a ciertas edades cuando uno se pone terco, se pone, así que seguro que fue culpa suya y no de las santas pelotas cuadradas y grandes como melones de la compañía, pero el hecho es que esta tarde yo he estado instalando un router por la cara, ocupando además el empleo por el que no hace mucho cobraba otra persona.

No ha sido el único trabajo que he hecho en estos días libres. Me he tenido que servir yo mismo en prácticamente todas las gasolineras en las que he parado, donde ya hace tiempo que los gasolineros han desaparecido de los surtidores sin que los precios de los combustibles no hayan hecho más que subir.

No he visto a ninguna persona en las cabinas de las autopistas que he atravesado, nadie a quien sonreír ni a quien devolver el saludo, a quien preguntar si esa es la salida buena para el pueblo al que voy. Ahora soy yo quien hago ese trabajo, quien ha de encargarse de meter el tique, cambiar billete si a la máquina le da por no aceptarlo, estirarme en escorzo para recoger el cambio... Y las empresas que las gestionan son las mismas concesionarias de aquellas autopistas que tuvimos que rescatar con miles de millones públicos. Nada hemos obtenido a cambio.

Debe de hacer año y pico que nadie pasa por mi casa a leer el contador del gas ciudad. De vez en cuando aparece colgado en el portal un papel avisando del día que van a pasar, pero nunca lo hacen. En cambio, se supone que debo bajarme una aplicación en el móvil, realizar yo mismo la lectura y enviarla a la compañía. Por mi comodidad, dice. Por la cara, digo yo.

Duele pensar en la cantidad de puestos de trabajo que se han perdido no porque ya no sean necesarios, sino porque las compañías han conseguido que pasemos a realizarlo nosotros sin ofrecer nada a cambio, ni a nosotros individualmente como clientes ni a la sociedad en su conjunto.

Quizás no estaría de más que en estos momentos en los que las grandes empresas y las asociaciones de empresarios tanto se hacen oír reclamando ayudas públicas, bajadas de impuestos, flexibilidad laboral y sus habituales monsergas empezáramos a preguntarles qué narices están dispuestos a hacer ellos por el país, además de seguir exigiendo sus paguitas.

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