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Ante un espejo

Conviene que unos recuerden y otros conozcan la vida ordinaria que va del lavadero público a la lavadora secadora

SEÑOR DIRECTOR:

"La profusión de cosas escondía la escasez de ideas y el desgaste de las creencias" (Annie Ernaux,‘Los Años’). Esta cita inicial creo que supone una conclusión de la visión sociológica, o "la autobiografía personal y colectiva", que ofrece Annie Ernaux. Acaba de ser reconocida con el prestigioso Premio Fomentor. Si aceptamos su compromiso de escribir para no olvidar, encontraremos en ‘Los años’ (Gallimard/Cabaret Voltaire) situaciones que nos resultarán identificables aunque para nosotros con algo más de un par de décadas de retraso.

El noroeste galaico no es el noroeste normando de la autora francesa. Tampoco el licor café de nuestras alegrías es el calvados digestivo. En todo caso, ambos son países de agua, mar, ríos y el aguardiente, también para echar unas gotas al café (‘café calva’). Diferencias y matices semejantes podríamos trasladarlos a las transformaciones sociales que siguieron a la posguerra en uno y otro país o, para Galicia, incluso con algo más de retraso.

Cuando llegó mayo del 68 y los adoquines volaban por Saint Germain y De Gaulle se eclipsó, el motor del cambio ya estaba en marcha entre nosotros y es probable que entonces se aproximase el ritmo a los movimientos del entorno. Desde el diario Madrid lo advirtieron: cuando veas las barbas de tu vecino… Y lo volaron, hasta el edificio del periódico. Los universitarios de Santiago cantaban ‘We shall overcome’, traducido por el gran poeta Franco Grande, como ‘Venceremos Nós’. El rector de entonces no entendió nada. Le salió la más rancia vena machista para descalificar e insultar a las estudiantes encerradas. Ese ‘Venceremos’ sería himno gallego para el cambio. Al fin y al cabo, Franco no iba a durar siempre. Aspirábamos a ser normales.

El invierno y la píldora

Las transformaciones de la sociedad española se originan a partir del desarrollismo tecnocrático bajo el franquismo. Antes era el invierno y la noche permanente. No deberíamos perder la memoria de lo cotidiano, del acontecer ordinario de la vida, en lo que va de cuando nos atemorizaban con que eran pecado hasta los pensamientos ‘impuros’, o había que participar en la cruzada del rosario del irlandés Padre Peyton, a la aparición de la píldora del día después. Uno de los grandes hitos de la historia, según el humor de Woody Allen en ‘Días de lluvia en Nueva York’. Atrás quedó la batalla, con encíclica papal incluida, por la píldora anticonceptiva. El ocaso de la civilización occidental. Ya sin humor, esa sí fue palanca que impulsó los cambios culturales, las ‘moralidades’, y socioeconómicos.

Por las semejanzas que pueda usted encontrar en el proceso me permito traerle a esta carta dominical a la autora y al libro ya citado. Me voy a atrever a sugerirle además su lectura, si es que ya no lo ha hecho. Es una delicia, sobre todo para los que generacionalmente se vean reflejados en ese espejo de las salas con películas no recomendadas para menores de 18 años, las colas para ‘El último cuplé’ —para las de ‘El último tango’ hubo que hacerlas en el extranjero—, en la censura de la letra de ‘Fumando espero’ hasta que se entronizó Emmanuelle en las pantallas españolas.

El salto de los libritos de moral y las pías directrices sobre el amor y las prácticas sexuales al arte de amar de Erich Fromm, que editaban en América, o ‘La función del orgasmo’ de Wilhelm Reich, que había que adquirir clandestinamente. Luego no te atreverías a confesar que aquella lectura era no el alimento imaginado por una mente hambrienta que padecía "la plaga sentimental". Allen se lo tomó a broma —‘orgasmatron’— y lo homenajeó en una película.

Se trata de recordar o conocer para quienes como usted no vieron la evolución de la vida ordinaria, la que va desde el lavadero público a la lavadora-centrifugadora que acabó con cierta sociabilidad de patio de vecindad y exhibición de la intimidad. Es el tiempo que va desde el fundamentalismo integrista en la playa, como sucede ahora con otras confesiones (para estas, por cierto, no piden ahora el cambio quienes van a exhibir el pecho desnudo a la capilla cristiana), a la normalización del biquini y el topless. Busque usted en la hemeroteca los escándalos que generaron Miguel Cancio y compañía con la reivindicación de la playa nudista.

Hablamos de los años que se pierden en las piedras medievales de iglesias y catedrales: las largas noches que van del rosario en familia a sentarse todos ante el televisor para ver los ‘Intocables’, ‘Gala del Sábado’. Llegaría ‘La Clave’, con Balbín, con el espíritu de la transición, que predicaba minoritariamente don Joaquín Ruiz Jiménez desde ‘Cuadernos para el diálogo’ o, con un poco más de retraso, asistimos a las lecciones nocturnas de sexo de la doctora Elena Ochoa. Ya no era cuestión de destape: Tierno Galván había acelerado el desprendimiento de retina ante la teta que mostraba Susana Estrada, la del ‘destape’, con Adolfo Suárez como testigo sonriente.

El testimonio en forma de memoria personal-colectiva de ese tiempo es el camino para conocer realmente que en unas seis décadas vivimos y experimentamos todas las transformaciones y revoluciones para las que el mundo civilizado necesitó siglos. Así se entiende que alguien se atreviese a poner en marcha el ‘tren Frankenstein’ de la curva de Angrois. No es que en aquel tránsito, con ferrobús en las vías, no hubiese libertad de prensa, sencillamente la libertad de pensamiento era una perversión. Este inmenso salto es la transición verdadera, la que hace posible, por fin, en este país, el cambio político con el diálogo y el encuentro entre los bandos que históricamente habían sido irreconciliables. Se habían dedicado a matarse.

Llegó también la tranquilidad de vivir sin esperar nada del PP o del PSOE, según las opciones, antes que ponerse nervioso por la práctica de la alternancia. El pasotismo, la desafección. Esa tranquilidad la rompió la gran crisis de 2008 en la que descubrimos que caducaban las cosas, tantas de ellas innecesarias, que febrilmente adquiríamos y que con la tarjeta de crédito y las facilidades de las grandes superficies nos habían ahogado las ideas. Quedamos al desnudo, a la intemperie, sin posibilidad de seguir bajo el techo consumista y sin asidero en el que apoyarse. Los pronósticos y la ciencia social-ficción de la sociedad del ocio, sin necesidad de trabajar, que pintaban en ‘Triunfo’ como el mundo feliz del año dos mil se presentó, con los tambores que anunciaban el fin del estado de bienestar, como la sociedad del paro, el fin de las clases medias y la imposibilidad de trabajar para disponer de sustento. Con las quiebras, fusiones y favores desde el poder allá se fue el mito del capitalismo popular que propugnaba Thatcher.

Es curioso —¿melancólico?— encontrarse en ese espejo, para quienes lo vivimos. Es aconsejable que la conozcan quienes ignoran que antes de que se reivindicase la economía sostenible y se criticase la caca de las vacas ya se denunció la sociedad de consumo con la perversión de la obsolescencia programada. Nos metimos ahí para "esconder la escasez de ideas y el desgaste de la creencias". ¿O nos metieron para ahogar el sentido común con modelos de iPhone, todo caminos, ropa de usar y tirar o vuelos de bajo coste? Pasamos de despedir con lágrimas a los emigrantes para América en el puerto de Vigo a cruzar el Atlántico, ida y vuelta, como quien va al Corpiño.

De usted, s.s.