Blog | Que parezca un accidente

Every day, all day, bonsáis

Every dayHACE POCO durante una charla distendida después de comer, un amigo reflexionaba sobre el vértigo de la paternidad y sus responsabilidades. "Cuando eres padre —decía— acabas asumiendo que la crianza de tus hijos no tiene nada que ver con la aplicación de un determinado sistema pedagógico o la elección del mejor modelo educativo. En el día a día, ser padre consiste en lograr que tus hijos sobrevivan. Nada más. Y con eso te conformas".

Por supuesto, estuve de acuerdo con su apreciación. Antes de convertirte en padre crees que criar a tus futuros hijos tendrá algo que ver con moldearlos, con sentar las bases para que crezcan de una forma sana y adecuada. Piensas que ser un buen progenitor consistirá en esforzarte por dar forma a diario a la personalidad de tu hijo, como si se tratase de ese bonsái del salón que vas podando poco a poco y con mucha delicadeza para que sus ramas se dispongan alrededor del tronco de manera óptima. "Every day, all day, bonsáis", que diría Zapatero. La realidad, sin embargo, es muy distinta: una vez metido en faena, te das con un canto en los dientes si consigues que la planta no se te muera.

Con los niños pequeños ocurre lo mismo. Todas tus energías están enfocadas en que no se caiga de morros contra el asfalto, que no se rompa una pierna, que no cruce la calle sin mirar, que no se meta en la boca ese juguete con el que se puede atragantar, que no chupe esa porquería que acaba de coger del suelo, que no meta los pies en ese charco, que no salte desde esa altura, que no se aleje demasiado en el parque, que no coja objetos afilados, que no baje las escaleras con las manos en los bolsillos… Y ahora, además, que se ponga la mascarilla, que se eche gel y, en definitiva, que no se contagie. Ser padre consiste en lograr que tus hijos sobrevivan. Y con eso te vas conformando.

La semana pasada, mi hija Candela se tropezó en la calle, dio unos cuantos pasos hacia adelante intentando recuperar el equilibrio, cogió velocidad en el intento e impactó con la frente contra la esquina de un portal. Todo esto sucedió en un segundo y a cámara lenta. Uno se ve a sí mismo desde fuera de la escena como en una película, fotograma a fotograma, abriendo mucho los ojos y la boca, comenzando a correr hacia la niña, llevándose las manos a la cabeza. Cuando uno es padre, esta clase de cosas son infinitamente más graves que si le ocurren a otro niño cualquiera. En ese instante es tu universo entero el que choca violentamente contra la arista de piedra. Crees que lo más apropiado sería recoger a tu hija del suelo, sujetarla en brazos con una pose dramática, como la Piedad de Miguel Ángel, y gritar pidiendo ayuda a cualquiera que pase por allí cerca para que llame a una ambulancia y a la policía y a los bomberos y al juez y a Batman. En vez de eso, abrazas a tu hija, la calmas, procuras aliviarle el dolor y le das muchos besos pensando en que por poco llega el día en el que no consigues que la cría sobreviva.

A partir de ahí, en tu mente comienzan a abrirse paso las primeras paranoias. "Parece que la niña tiene una hendidura —comentas con algún conocido con el que te cruzas de camino a casa—. Mira, pálpale la cabeza. Tiene una hendidura, ¿no?". Nada más ponerle el pijama le untas la frente con Arnidol como si fuese una tostada. Le das la cena, la metes en cama y empiezas a pensar en hematomas. Y en coágulos. Y en hemorragias y daños internos inapreciables a simple vista. Yo me acosté y me acordé de Stuart Sutcliffe, el primer bajista de The Beatles, el tipo que fundó el grupo junto a John Lennon y le puso nombre en homenaje a The Crickets, y que aportó a la banda su característico look, en detrimento de aquella estética inicial basada en chaquetas de cuero y tupés. Me acordé de que Stuart se había golpeado el cráneo contra un muro durante una pelea tras un concierto en Liverpool. Y que aquello le había causado un aneurisma cerebral sin que él lo supiese. Y que acabó falleciendo un año después debido a la rotura de ese aneurisma. Y ya no pegué ojo en toda la noche.

Por la mañana, preso del pánico, tras pasar las últimas ocho horas comprobando cada diez minutos que la niña todavía respiraba, acudí a mi mujer en busca de consejo y le comenté que a lo mejor había que llevar a la niña a que le hiciesen un Tac y una resonancia magnética y un escáner en 3D mediante rayos láser. Ella me miró compasivamente, como quien contempla a un pobre enajenado mental, y me dijo que todos los niños reciben golpes en la cabeza cada dos por tres. Que dejase de desvariar. Que vistiese a la niña, le diese el desayuno y la llevase a la guardería. Y que regase el bonsái del salón, que llevaba un montón de días sin regarlo y a este paso se me iba a acabar muriendo.

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