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Gravedad: de qué está hecho el universo (I)

"Es de vergüenza que estemos en el siglo XXI y no sepamos siquiera qué hace que funcione la gravedad". Con esta cita del inventor y empresario estadounidense Woody Norris comienza Gravedad (Blackie Books), el reciente ensayo del periodista Marcus Chown que se ha convertido en uno de los libros de divulgación científica más aplaudidos de los últimos años.

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NO OBSTANTE, me veo en la poco agradable obligación de discrepar con Norris. Por supuesto que sabemos qué hace que funcione la gravedad. Fue Albert Einstein quien se dio cuenta de que la fuerza gravitatoria es en realidad un campo —como el campo electromagnético al que Michael Faraday se había referido casi cien años antes para describir la fuerza electromagnética—. Un campo al que era posible aplicar el fundamental principio de relatividad especial (E=mc2) y que, como consecuencia última de ello, se mostraba como un campo cuatridimensional distorsionado. Distorsionado por la materia y, por lo tanto, por la energía. Formado por tres dimensiones espaciales y una temporal. Un campo descrito por Hermann Minkowski y sobre el que Einstein construiría su ‘Teoría general de la relatividad’. Un campo al que llamamos espacio-tiempo y que es, en sí mismo y debido a su distorsión, la propia gravedad. Por supuesto que sabemos cómo funciona. Lo que no sabemos, lo que no terminamos de averiguar, a diferencia de lo que ocurre con los otros campos fundamentales que forman el mundo, es de qué está hecho en su estructura más elemental. Aunque nos estamos acercando. Pero no adelantemos acontecimientos.


Al principio Dios creó una manzana y colocó cerca de ella a Isaac Newton. El físico británico fue el primero en darse cuenta de la existencia de una fuerza gravitatoria que atraía entre sí a todas las cosas—aunque Einstein se percató de que esto no ocurría exactamente de este modo—. Fue el primero, pues, en comprender que el planeta Tierra atraía hacia sí mismo a las manzanas que caían de los árboles y que también esas manzanas, aunque con una intensidad inapreciable, atraían hacia sí mismas al planeta Tierra. Antes que él, Johannes Kepler ya había formulado tres sencillas y brillantes leyes que explicaban el movimiento de los planetas. Asimismo, Robert Hooke había publicado un tratado en el que razonaba por qué el movimiento de la Luna se debía a una fuerza atractiva ejercida por la Tierra, además de haber hallado la Ley de la Inversa del Cuadrado, que describía precisamente esa fuerza atractiva. Pero fue Newton el primero en observar todo aquello a partir de una sola perspectiva global. El primero en desarrollar una visión de conjunto y ser capaz de deducir que la fuerza de gravitación era universal. Que no afectaba sólo a los planetas y los satélites, sino a todas las cosas. 


Pero sobre todo fue el primero en descubrir que todos los objetos que vemos se mueven de acuerdo a las mismas reglas. Que todos los fenómenos físicos que se producen a simple vista lo hacen en virtud de los mismos principios. Que el mundo con el que nos relacionamos se puede explicar en términos de fuerza, masa y velocidad. Las leyes del movimiento de Newton, contenidas en sus Philosophiae naturalis principia mathematica, servían tanto para explicar por qué los planetas giran alrededor del sol del modo en que lo hacen como para describir en términos físicos por qué cuando remamos en una barca nos desplazamos sobre el agua. Constituían, en definitiva, tres leyes universales. Tres normas que se cumplen siempre y en cualquier lugar. Tres fundamentos mediante los que somos capaces de predecir y describir el comportamiento de todos los objetos que observamos a nuestro alrededor. Newton convirtió sus principios matemáticos de la filosofía natural en la primera gran unificación de las reglas de la física. Y el mundo dejó de ser opaco, mágico y medieval para ser transparente, científico y avanzado.


Una característica común a todas las leyes universales, es decir, a los enunciados que dan respuesta a los interrogantes del mundo, es que siempre son extraordinariamente sencillas. Encierran una reflexión profundamente compleja, pero son básicas. Fundamentales. Simples. Una vez halladas, parece incluso absurdo no haberse dado cuenta antes de su formulación. Porque lo explican todo con absoluta claridad y facilidad. Son como una llave maestra que, de repente, abre la puerta a la solución elemental de innumerables rompecabezas. La extraordinaria y casi absurda diversidad biológica de nuestro planeta encontró su ley universal, esa que lo descifraba todo, en la ley de la selección natural mediante la que Charles Darwin evidenció el origen y la evolución de las especies. La unificación de la electricidad, el magnetismo y la luz, que por fin pudimos entender como tres manifestaciones del mismo fenómeno, se produjo con las denominadas ecuaciones de James Clerk Maxwell —o Teoría clásica de la radiación electromagnética—. Y la piedra de Rosetta de la mecánica clásica, la clave que sirvió durante dos siglos y medio para entender la manera en que se comportaba el universo, estaba formada por las tres leyes de Newton. Y así se mantuvieron las cosas hasta que, a comienzos del siglo XX, Albert Einstein comprendió que la gravedad, el espacio y el tiempo eran en realidad lo mismo. Y con esa certeza formuló una nueva teoría que desentrañaba de nuevo los misterios del mundo. Con la diferencia de que esta nueva ley universal, denominada Teoría General de la Relatividad, no sólo contestaba al cómo; contestaba, sobre todo, al por qué.

Si las leyes de Newton describían el mundo, las de Einstein, como señaló Dennis Overbye, «son las ecuaciones que gobiernan el universo»


Einstein descubrió que esa «ilusión» a la que llamamos gravedad era en realidad la propia distorsión que la materia —y por lo tanto la energía— provocaban en el espacio-tiempo, deformando su tejido. Curvando su estructura. Siendo esa curvatura la responsable de que los planetas giren alrededor del Sol y de que las manzanas caigan de los árboles al suelo. Si las leyes de Newton describían el mundo, las de Einstein, como señaló el escritor y científico Dennis Overbye, «son las ecuaciones que gobiernan el universo».


Y en términos generales, así fue aceptado por todos y así es todavía hoy. Pero los cimientos de las ecuaciones de Einstein se tambalearon cuando el físico Karl Schwarzschild descubrió que, al aplicar esas ecuaciones a una cantidad de masa lo bastante grande condensada en un espacio lo suficientemente pequeño, los cálculos arrojaban un resultado imposible. Las propias ecuaciones de Einstein revelaban que, en ese caso concreto, el campo de Einstein —es decir, el espacio-tiempo—, era imposible. Schwarzschild todavía no lo sabía, pero había hallado entre sus números algo que medio siglo después sería bautizado como agujero negro. Una singularidad en el tejido espacio-temporal que daba al traste con toda la teoría. "Si los resultados son reales, se trata de un auténtico desastre", dijo Einstein al repasar los análisis de Schwarzschild.
Hubo que esperar hasta los años 60 para que la comunidad científica comprendiese que si la teoría de la gravedad de Einstein predecía singularidades —como los agujeros negros y como el propio Big Bang— que no era capaz de explicar, pero cuya existencia podía ser probada por físicos como Roger Penrose y Stephen Hawking, era porque con Einstein había ocurrido lo mismo que con Newton: sus teorías eran correctas, pero incompletas; todavía debía existir otra teoría mejor y más fundamental que lo explicase todo.


Esa teoría es hoy conocida como Teoría cuántica de la gravedad y, a grandes rasgos, se basa en la idea de que el espacio-tiempo está formado por algo mucho más elemental. Pero para poder abordar su explicación es imprescindible detenernos antes en el gran marco teórico que la alberga y que tanto se aleja de la de la relatividad general. Se trata de la última gran revolución del mundo de la física: la mecánica cuántica. "Da la impresión de que la teoría cuántica debería modificar no sólo la electrodinámica maxwelliana, sino también la nueva teoría de la gravedad", escribió Einstein contrariado, descreyendo de las tesis cuánticas en cuanto las conoció. Fue en ese momento cuando las cosas, como veremos en la continuación de este artículo la semana que viene, comenzaron a ponerse realmente interesantes..

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