Blog | Que parezca un accidente

Miedo a las terrazas

Estábamos en casa tan tranquilos, y de repente nos han abierto la puerta

El desconfinamiento nos ha caído encima de golpe. Como un luchador enorme que salta sobre su oponente desde la esquina del ring. Estábamos en casa tan tranquilos, acostumbrados a nuestra falsa y agradable sensación de seguridad, con la vista adaptada desde hacía semanas a una determinada intensidad de luz, y de repente nos han abierto la puerta y nos han encendido los focos, igual que hacen en las discotecas al acercarse el momento de comenzar a desalojar. "Nos echan", han lamentado los que no querían irse tan pronto. "Ya va siendo hora", han contestado los que gestionan el local.

delorenzoY entonces ha aparecido algo que no habíamos visto venir: el miedo. Vimos venir —con preocupación— la normalidad anómala de tener que recluirse entre cuatro paredes por tiempo indefinido. Vimos venir la añoranza de tiempos pasados, reconstruidos ahora en nuestra memoria a base de un puñado de nostalgias felices. Pero no vimos venir el miedo. El temor a asomar la cabeza por una rendija de la puerta y ver cómo están las cosas ahí fuera. El recelo a encontrarnos otra vez con gente a la que llevamos un par de meses sin ver. El pánico a los desconocidos, por lo que pudiera pasar.

Me contaba un amigo hace unos días que nunca había abrazado a alguien sintiendo miedo. Y en este caso se trataba de sus propios hijos, confinados desde mediados de marzo, que por fin habían podido acercarse a visitarlo a su casa. «Hubo gel de manos cada dos por tres y distancia de seguridad durante la comida, pero sobre todo hubo vacilación y miedo al abrazarnos nada más vernos». Porque uno no quiere contagiarse, es natural, pero sobre todo no quiere contagiar a otros. Y mucho menos a unos hijos. Pero menos todavía a un padre. Cuando no puedes estar seguro de que aquellos a los que vuelves a ver han cumplido estrictamente sus respectivas cuarentenas, no te queda más remedio que echar el freno.

Hace una eternidad, cuando se decretó el confinamiento, todos deseábamos que aquellas dos semanas durante las que debíamos encerrarnos en casa transcurriesen lo más rápido posible. Al sexto día comentábamos las ganas que teníamos de vernos. Menuda fiesta íbamos a montar. Qué cenas, qué noches nos esperaban. Nos moríamos por besar y abrazar a nuestros amigos y seres queridos. Una sexta parte del año después —se dice pronto—, la puerta de casa se ha abierto y en lugar de salir corriendo a la calle, como creíamos que sucedería, nos hemos quedado mirando hacia el exterior desde el vestíbulo, a cierta distancia, porque nos asusta la contemplación directa de aquello que no podemos ver.

Y a pesar de ello, "ya va siendo hora" de salir ahí fuera. Ya va siendo hora de empezar a hacerlo, mejor dicho. La desescalada consiste en eso. El desconfinamiento, diseñado para ser llevado a cabo de forma progresiva y por fases, es exactamente eso. Nos recluimos en nuestros domicilios para que los hospitales respirasen y para que los profesionales sanitarios se descongestionasen —y viceversa— pero, una vez hemos dejado atrás aquella saturación inicial del sistema, es natural volver a salir. Y el aforo medio de las terrazas —como antes lo fueron las zonas de paseo— es un buen lugar para ir haciéndolo. El problema es que muchos, al poner un pie en la calle, se han encontrado de frente con el miedo.

Siempre he creído que el peligro era algo objetivo, pero ahora me doy cuenta de que es el miedo el que lo crea. Es el miedo el que da forma a la amenaza. Desde el inicio de la fase 1 recibo por Whats- App mensajes apocalípticos con fotografías de personas tomando algo en una terraza. Algunas imágenes son preocupantes —siempre ha habido irresponsables—, pero la mayoría son de gente que cumple las normas: un máximo de diez clientes por grupo y una separación de dos metros entre mesas. Y sin embargo, muchos lo denuncian con vehemencia. Parece que la sola idea de ver juntos a unos cuantos desconocidos provoca pavor, cuando es normal —y hasta deseable— que esto suceda.

El confinamiento tenía que ver con el colapso sanitario. Si se hubiese decretado como medida para evitar el contagio de cada uno de nosotros, todos estaríamos confinados dos años. Es lógico empezar a salir y es previsible que se produzca un nuevo brote. De hecho, como me explicaba un amigo, se permite que nos juntemos con nuestros conocidos para facilitar el rastreo en caso de contagio. Pero eso no quiere decir que debamos ir por ahí abrazando a todo el mundo. Yo no me siento con nadie si no estoy seguro de que ha cumplido estrictamente las normas sanitarias. Si carezco de esa certeza, me quedo a dos metros. Es así de sencillo.

Que puedas hacer algo no quiere decir que se te obligue a ello. Si no te sientes a salvo en una terraza, no vayas. Pero no exijas a la gente que tenga los mismos temores que tú. Porque el miedo es libre. Por suerte para todos.

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