Blog | El portalón

La primavera

No saber de lo que todo el mundo sabe provoca una vergüenza particular, poco concurrida

PIENSO EN varias cosas que me dan vergüenza. Saludar a alguien con vehemencia y que me devuelva el saludo con cara de sospecha, la que se pone cuando no se reconoce y se pasan rápido las imágenes por la cabeza, queriendo identificar. Que me saluden y poner yo esa cara. Hacer cola en el centro de salud y entregar el botecito de orina para analizar, no por lo que contiene, que mira tú, sino porque es propio. Pienso en toda esa gente, uno ante otro, con trozos de uno mismo en sus bolsos y bolsillos y se me hace insoportable. Si se sacaran del abrigo una víscera, un riñón cualquiera, no me daría menos apuro. Guárdense, por Dios. Guárdense sus cosas. Mientras, quienes los recogen pegan etiquetas sin contemplaciones y los colocan detrás del mostrador con el desdén del gesto repetido mil veces y la certeza de que ni nosotros, ni nuestras partes, somos tan importantes.

Me avergüenza hablar en los ascensores y me avergüenza quedarme callada en los ascensores. Debería usar las escaleras. También ese rato en el que en un espectáculo piden voluntarios. No seré quien vaya a ver a un mago, qué actuación llena de peligros. Pero a veces me sorprende una de esas obras en las que se rompe la cuarta pared y actores y público se mezclan y yo paso un mal rato sudoroso murmurando por qué. Una vez en un avión preguntaron si había un médico a bordo y sentí una vergüenza vicaria por el hombre que, despelujado, saltó por encima de dos pares de rodillas y se identificó. Desapareció de mi vista cinco minutos y volvió con la misma expresión desconcertada que tenía cuando el anuncio lo despertó, la encarnación de una pesadilla. El resto del vuelo lo pasé, ya desvergonzada, preguntándome cómo estaría la persona que fue a ayudar.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXAMi ignorancia también me avergüenza; sobre todo cuando es radical, asombrosa, sin fisuras. A veces es tan grande que casi daría para sentirme orgullosa, toda una vida trabajándola. Tiene un poco de mérito todo lo que evito aprender, es una ignorancia que se pone épica, como vestida de resistencia. Pongamos la música. Hace poco hice una entrevista a alguien que sabía mucho de música y que hablaba de esa forma generosa que usamos cuando queremos incluir al otro, con un plural que asumía que todos estábamos en el ajo. Citaba grupos, conciertos y discos y no se apeaba del ‘ya sabes’. Yo no sabía y asentía cabeceando, para animarle a continuar pero le decía que no, que no tenía ni idea. Eso lo desconcentraba muchísimo. Creo que era porque su cerebro recibía señales contradictorias: la cabeza decía sí, pero la boca decía no. Qué pasaba allí. 

Esta es una vergüenza particular, muy específica, la vergüenza de la ignorancia poco concurrida, de la rareza, de lo extraordinario. Todo el mundo sabe de música, aunque no de toda, pero de alguna, de bastante. A todo el mundo le gusta. También yo sé algo (poco) y me gusta (algo) pero no la trabajo nada. Voy a contados conciertos y camino por la calle con entrevistas entrando en mis oídos hasta que un día me puede la necesidad y escuchar algo con melodía se parece al respirar. Pero muy probablemente no sepa el nombre del disco y el corte que es, como tantos de mis amigos, que citan tal cosa como si fuera poesía, que viajan para ir a conciertos y en cuyos coches y casas no abunda el silencio. 

Veo que no son estos tiempos para confesarse ignorante. Es una época de expertos y de críticos contra los que no son suficientemente expertos o los que fingen serlo. Es difícil saber qué ser, en fin. Escucho esta semana a la periodista inglesa Dolly Alderton admitiendo una costumbre ya superada. A menudo, cuando en una cena se mencionaba a alguien a quien no conocía, un artículo que no había leído o un tema del que no había oído hablar, se iba al baño a googlearlo y volvía a la mesa para dar su opinión con todo el aplomo. Es una confesión que me enternece mucho porque los ignorantes tenemos que estar unidos, apoyarnos mientras desvelamos nuestros trucos. En realidad, eso de la búsqueda furtiva no lo he hecho nunca con la música, pero lo he pensado mil veces. Sin embargo, es tal trajín que desistí. En resumen, que soy ignorante y vaga. 

Pero aún así me parece una confesión que nos abarca a todos porque ya solo al Google le mostramos cómo somos en realidad y cuántas lagunas del tamaño del Baikal tiene nuestro conocimiento. Aquí un botoncito. Hace unos días, la casa real inglesa anunció que el príncipe Harry y Meghan Markle tendrán su primer hijo en primavera. En las horas siguientes al comunicado el buscador registró un inusual incremento de una búsqueda en concreto. Los británicos en los ordenadores de su trabajo, en las tablets donde compran por internet o en el móvil con el que fueron a esconderse al baño teclearon a una: Cuándo cae la primavera.

Qué vergüenza y, al mismo tiempo, me reconozco un poco.
 

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