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Todo lo que allí palpita

OCULTACIÓN por miedo. Ocultación por vergüenza, por mentira, por parálisis. Alguien calla porque alguien prohíbe, porque alguien amenaza, porque alguien somete. Se calla porque no se puede más, porque se ha visto demasiado. Porque parece que sólo un mundo es posible y porque parece que ya no hay sitio ni para gritar ni para llorar. Alguien vive entonces, junto a todos los otros, en la historia secreta de los vencidos, que es una casa abrumadoramente grande y que, se diría desoladora, si no fuera por lo que allí palpita.

Lo que allí palpita es tierra mezclada con horror y con ideas, es nostalgia y es pérdida y es río que baja y frío que entumece y disparos lanzados, nunca al aire. Fue el aire el que vio morir y el que se llevó la muerte. Palpita la memoria en esa casa de angustia, que sería una angustia sorda, hueca, si no fuera porque quien allí habita tiene sus manos agarradas al recuerdo. Un leve movimiento, el ademán simple de aproximar sus dedos a otra cosa, a otro ser, acarrea el peligro de perder la huella.

Por eso quienes viven en esa casa parecen no moverse jamás. Si alguien abriera una puerta, de pronto, si alguien entrara sin avisar y sin tiento, la corriente formada por el gesto intruso, se llevaría la huella.

Lo que allí palpita, entonces, no es tanto una realidad como un espectro, una verdad fantasmagórica que se esfuma con un soplo, con un suspiro.

Sin embargo, se equivocan los que piensan que es una casa en ruinas, una casa olvidada, un hogar sin nombre y sin gente para nombrar. Están en un error los que creen que, mientras unos siguen sus caminos, certifican su presencia por calles y jardines y monumentos, los demás, definitivamente, han desaparecido. Si ahí dentro no se mueve nadie no significa que nadie esté. Para constatar que el desplazamiento es nulo, es necesario saber que la quietud es sinónimo de la verdad. Que la más leve oscilación de los cuerpos, de las miradas, puede provocar la aniquilación de una identidad.

Y se precisa ser encontrado para ser llamado por aquellos que, en profundo silencio, en silencio de fosa, de cavidad, están llamando permanentemente, sin tregua. Se precisa volver a pisar, lo más delicadamente posible, la huella que dejaron, para sentir la huella que vivieron.

Esa casa, abrumadoramente grande, está llena de personas que siguen buscando o han dejado de buscar pero no de esperar. Si se pega el oído a uno de sus muros se escuchará chillar al tiempo, se escucharán las voces de la espera muda. Por qué tardáis tanto, dirán. Nos reprocharán. Por qué no habéis llegado ya, con vuestros conocimientos, y vuestra tecnología y vuestras palabras y vuestros homenajes. Cómo no os habéis atrevido todavía a preguntarnos por los recuerdos que nos clavan a la tierra húmeda, a la evocación gélida de una verdad que nos habéis negado tantos, tantos años.

Lo que en esa casa palpita no es el olvido, sino la memoria petrificada. Para desentumecer los músculos se requiere elegancia y valentía; se demanda ternura y voluntad. Absténganse necios y oportunistas. Curiosos e incrédulos. Porque lo que allí palpita es el material con el que están hechas mi casa y la suya y la suya, también. La historia de los vencidos, de los humillados, de los deportados, de los prisioneros, de los asesinados. Nuestra historia habita en una casa llena de gente sin voz que está esperando.

Y nadie puede esperar eternamente. Nadie puede sobrevivir eternamente al abandono. Las huellas pierden su definición, se borran; los recuerdos se resquebrajan y se deslizan hasta caer sin ruido; la inmovilidad arrastra al abismo. Lo que allí palpita no se puede perder ni ocultar ni olvidar ni detener. Hay un pulso débil, pero certero, que responde a la evidencia. Lo que fue real, lo que fue injusto, lo que fue terrible ha de saberse.

Leve, muy sutil; para no dañar la inmovilidad de los que ya han dejado de buscar, pero que esperan; para que no vuelvan a temblar, ni a sentir pavor; para que, al fin, puedan levantarse y salir a la luz y ver el futuro. Y ver que aún hay futuro.

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