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Duelo de sonrisas

El pronóstico se cumple y, apoyada sobre una pierna, la veo inclinarse sobre su parabrisas: "Me acecha", dice exagerado

MIENTRAS LA observamos, mi amigo se imagina que se llamará Celsa, o cualquier otro nombre áspero de vecina antipática. La mujer que espiamos desde la ventana camina calle arriba, calle abajo con las manos a la espalda, con un andar lento y pesado de carcelera. Algunos coches ni los mira y en otros se detiene. No sabemos si cumple alguna instrucción o su orden es arbitrario, pero mi amigo me avisa de que, al pasar al lado de su Polo, se parará. El pronóstico se cumple y, apoyada sobre una pierna, la veo inclinarse sobre su parabrisas. "Me acecha", me dice exagerando. Todo empezó hace un mes. Faltarían veinte minutos para las ocho cuando la vio bajar Eduardo Espino. No sé por qué, pero intuyó que se dirigía a su coche, como si a doscientos metros pudiese olfatear que era el único sin ticket. Corriendo, cruzó Castillo Urquijo y, cuando la carcelera estaba a punto de empezar a teclear en su maquinita, abrió la puerta y colocó el ticket delante de sus narices. No quería sonreír, pero mi amigo sonrió y ahí empezaron sus problemas. 

Al parecer nunca la ha visto entre semana. Sin embargo, el sábado se presenta y, en su paranoia, mi amigo sospecha que sabe que ese día aparca en su calle. Al igual que en cualquier otro trabajo, cree que también en ese se deben de desarrollar ciertas facultades, como la de reconocer a los reincidentes y él no tiene duda de que la carcelera lo ha descubierto y espera su momento.

Hace unos días se cruzaron a la salida de un centro comercial. Me dice que le costó reconocerla sin uniforme. Llevaba una bolsa con un pack de Estrella Galicia. "Por un momento la imaginé en su cocina", me contó, "anotando en una pequeña libreta las multas del día, con la televisión a todo volumen y la cerveza calentándose". Ni siquiera esa imagen la conmovió. 

Esta semana nos hemos vuelto a ver y le he preguntado por su obsesión. Aliviado, me explicó que está convencido de que el último sábado se terminó todo y que ahora le dejará en paz. Ese día, mi amigo se despertó pasadas las diez. Con un mal presentimiento se vistió y bajó a la calle. Desde lejos adivinó en su parabrisas la revancha. Con la multa en la mano, miró alrededor buscando a la carcelera. Esperaba sorprenderla disfrutando de su golpe, pero ni rastro. "Vamos, tal vez no fue ella", comenté. Mi amigo sacó la multa de su cartera y me la mostró. "Su venganza", me dijo, dejándome ver al girarla una cara sonriente pintada a bolígrafo.

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