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Confianza

Sin nombreHACE UN PAR de años, recibí la inesperada llamada de cierto amigo de la infancia al que no veía desde que dejó a su novia embarazada, abandonó los estudios y desapareció de la faz de la tierra como si el niño fuese a venir con una cláusula de confidencialidad bajo el brazo. "Mi madre", me confesó un tanto avergonzado, "se ha empeñado en que vengas a comer a casa". Aquello me dejó desarmado, casi mudo. Con el paso del tiempo, uno va desarrollando cierta capacidad para posponer ciertos compromisos hasta el infinito pero nada te prepara para una proposición semejante, o al menos yo no me sentí preparado para decir que no. "¡Claro! Dile que será un placer. Me muero de ganas de veros a todos", contesté con un exceso de entusiasmo que a los dos nos sonó fingido y, probablemente, innecesario. Dos días después recibí un mensaje de texto en el que se fijaba hora y lugar para aquel inverosímil reencuentro: "a las tres en la finca de mis padres… Y no traigas nada, ¿eh? Hay confianza".

Evidentemente, no la había, así que a la cita me presenté con una empanada de zamburiñas que ríase usted de Waterloo, una botella de licor café y la mejor camisa de mi desangelado armario recién planchada, como si fuese a pedir su mano o, todavía peor, la de su madre. "¡Pero hombre, hombre!", me recibió él en el portal sin apenas bajarme del coche. "¿Pero no te dije que no trajeses nada? Cómo eres, macho". Sí, claro, cómo soy… Habría que verlo si llego a plantarme allí canino perdido, con una camiseta de Black Sabbath y las Converse recauchutadas de las noches de trinchera, macho. Los años nos pesan a todos pero a él se le habían colgado de los hombros hasta hundirlo en una postura corva, como de bibliotecaria del medio oeste americano a punto de jubilarse, mutilado en su otrora lustrosa cabellera y desprovisto de ninguna gracia digna de resaltarse, al menos a primera vista. "La semana que viene vuelvo al gimnasio", se autolesionó camino de la casa.

Ni estrujando hasta el último algodón de la memoria recordaba haber estado alguna vez en aquel salón de estilo rústico. Las paredes estaban decoradas con cabezas de animales muertos, platos de Sargadelos y dibujos infantiles sin ningún talento, fiándolo todo al abuso de colores y al cariño de una familia poco exigente en lo plástico. El padre de mi amigo, un señor de avanzada edad —o hábitos discutibles, incluso— intentó levantase de un sillón orejero profundísimo para estrecharme la mano pero pude pararlo a tiempo y evitar una tragedia nada más llegar: la debida cortesía, cuando se desafían las leyes de la gravedad, se convierte en un atrevimiento peligroso. Allí estaban también su mujer, que me miró con ese escrutinio sordo que suele dedicarse a los viejos camaradas del marido. Y su hijo, un mostrenco de más de cien kilos que apenas levantó la mirada del teléfono móvil mientras un eco procedente del más allá —la voz del padre intentado comunicarse con su hijo adolescente— intentaba explicarle quién era yo. ¡Rafita!, estalló un trueno a mi espalda. Y entonces, al girarme, vi la madre de mi amigo aparecer desde la cocina como un relámpago, visiblemente emocionada y limpiándose las manos con el mandil mientras corría a besarme, abrazarme y tocarme la cara. "Tranquilo, que es harina. Las manos de una cocinera nunca manchan, ¿verdad?". Elemental, querido Watson.

Pero, lo que son las cosas, fue el perfume de aquella mujer simpática y rechoncha lo que, de repente, abrió todas las puertas a un pasado muy lejano en el que mi amigo y yo correteábamos por aquella casa disparando imaginariamente a los animales de las paredes. Y también, años después, a una noche que llegamos demasiado contentos de una verbena y asaltamos el mueble bar con maneras de piratas inexpertos, para terminar vomitando en el jardín mientras su padre nos rociaba con la manguera. Y me acordé de su hermana Lola, a la que pedí salir una vez y me dijo que no, que antes se metía a monja o se hacía lesbiana. "¿Y tu hermana, por cierto?", dije volviéndome hacia mi amigo, que observaba la escena entre atónito y divertido. "Mi hermana se mató en un accidente de coche hace unos años", contestó él mudando el gesto de repente. "Creí que lo sabías".

La comida, pese a todo, resultó agradable y, en algún momento de esta, incluso me pareció entender el empeño de su madre en aquella extraña invitación, tantos años después de que la vida nos separase sin que ninguno le pidiese excesivas explicaciones. Nos despedimos rondando la noche, con esa sensación extraña de que uno de los dos se había comportado como un pésimo amigo a lo largo de los años, y desde aquel día no nos hemos vuelto a llamar, quizás porque ya no queda mucho más que decir y ciertos recuerdos mejoran si se dejan estar en el cajón correspondiente, cubiertos con un velo fino para que nadie los pueda estropear: ni siquiera uno mismo.

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