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Escupir

 
Cristiano Ronaldo escuoe en un partido
photo_camera Cristiano Ronaldo escuoe en un partido

ESTABA SIENDO una mañana tranquila, de compras rutinarias. Los pasillos del Mercadona tienen algo que me relaja, como el olor de las farmacias, y dudando entre ofertas de productos con y sin gluten he pasado alguno de los mejores momentos de mi vida. Así que allí estaba yo, calculadora en mano, cuando de la nada apareció una señora con un carrito y se detuvo a mi lado. Tenía el pelo gris y encrespado, con un aspecto similar a esos estropajos metálicos que se utilizan para lavar sartenes. Los ojos, la nariz y las orejas parecían flotar a la deriva entre un mar de arrugas agitadas y solo la boca parecía estar en su sitio, anclada a unos labios prominentes y pintados de un color que, enseguida comprendí, había sido escogido al azar. Entonces sucedió lo inesperado, y mientras yo echaba mano a un cartón de leche sin lactosa, ella comenzó a regurgitar como una lechuza hasta que terminó por escupir en el suelo.  

Fue uno de esos lances súbitos y destructivos, capaces de arruinar una hermosa historia de amor como la que siempre hemos mantenido mi supermercado favorito y yo. Por un instante me sentí como Kevin Costner en Bailando con lobos, impotente ante la destrucción de mi pequeño paraíso terrenal por la intromisión de aquella vieja invasora y desagradable. Ajena a mi escrutinio y al daño que había causado, la muy cerda metió dos cartones de Puleva en aquel carro ridículo de cuadros escoceses y se marchó en dirección a las neveras de los yogures, dejándome a solas con aquel lapo infecto, una sensación desagradable en las tripas y una bovina de buenos recuerdos proyectándose a toda velocidad ante mis ojos, como si estuviese a punto de besar a la muerte.

Se han perdido las buenas maneras incluso para escupir, que no es por sí mismo un gesto desagradable

Se han perdido las buenas maneras incluso para escupir, que no es por sí mismo un gesto desagradable. Bien al contrario, hubo un tiempo donde la gente escupía muy bien, cumpliendo escrupulosamente con todos los cánones del buen gargajo y enalteciendo una tradición que no tiene origen conocido, salvo que aceptamos como válida la teoría de que a Eva no le agradó del todo el sabor de la famosa manzana. No hay más que ver a Humphrey Bogart interpretando al detective Philip Marlowe para apreciar las diferencias entre un buen y un mal escupitajo. Ni el mismísimo Raymond Chandler hubiese imaginado que era posible reproducir en papel de celuloide todas las connotaciones y elementos descriptivos que aquel simple acto de alivio confería a su más famoso personaje: descreimiento, falta de miedo, el más absoluto desprecio por la vida moderna, tabaquismo, lujuria e incluso una cierta crueldad. Todo eso decía de su personaje Bogart cuando ladeaba la cabeza unos cuantos grados a su izquierda y esputaba ligero, sin apenas apartar su mirada de la cámara.

Gran parte de culpa la tiene el fútbol, como siempre. Por pura imitación y una alarmante falta de sentido crítico, el gran público ha aprendido a escupir como un deportista de élite. Todo ha quedado reducido a la búsqueda de una cierta comodidad respiratoria, a retirar sobrantes de la laringe como quien tira espinas de pescado a la basura, a desatascar por desatascar. En el caso de algunos animales, por ejemplo las llamas, se podría aceptar que escupan de un modo tan grosero, al fin y al cabo lo hacen como un mecanismo de defensa y quién soy yo para criticar a una pobre criatura que lucha por salvar la vida. En el caso de la señora del supermercado, sin embargo, me atrevo a sentenciar que más le valdría morir atragantada antes de volver a exponerse a un ridículo tan espantoso como el anteriormente referido.

Me quedé tan paralizado que tardé varios minutos en reaccionar y terminé pagando su insolencia de un modo que jamás habría imaginado. A mi lado, en el mismo sitio donde había esputado la vieja, vi a una de las empleadas con esas máquinas tan modernas con las que limpian y sacan brillo a los suelos del local. Miraba al suelo y a mí en intervalos cada vez más cortos, como si al atar cabos fuese creciendo su indignación y disminuyendo su reserva a insultar a los clientes. Yo empecé a hacer gestos nerviosos con las manos, señalando a la malvada señora que, por lo que fuese, parecía absorta con los colores chillones de las gelatinas, la muy hurraca. Aquello fue un quiero y no puedo que apenas sirvió para hacerme parecer más culpable así que, advirtiendo el cariz que estaba tomando la situación, termine por agachar la cabeza, devolver el cartón de leche sin lactosa a su estante y articular un pequeño "lo siento" mientras echaba a correr hacia la puerta de salida.

Es posible que jamás vuelva a pisar un supermercado, ni siquiera un Froiz. Con lo que me había costado encontrar una verdadera motivación para salir de casa y no convertirme en un triste ermitaño… Dentro de unos meses —o unos años, si es que tengo suerte y la comida para gatos resulta ser un alimento tan completo como dicen— cuando el forense decrete el levantamiento de mi cadáver y la policía explique a los medios las causas probables del deceso, alguien sentirá la tentación de pensar que fueron las drogas, el desamor o la simple superchería lo que me llevó al encierro definitivo y voluntario pero no: fue una señora mayor que se sintió Cristiano Ronaldo, no ha visto una película de Bogart en la vida y ha olvidado el primer mandamiento de cualquier persona mayor de 65 años: no salir de casa sin un jodido pañuelo. 

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