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Morir de repente

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EN LOS PUEBLOS, antiguamente, se podía morir uno de tres formas distintas: de accidente, de repente y de lo suyo. Hoy, con la globalización, los vivos abandonan este mundo casi a la carta pero créanme que antes se moría así o, al menos, así era como se contaba, tiempos en los que nadie sentía la necesidad de ganar batalla alguna por el relato. En el caso concreto que nos ocupa, el de Salvador Cancela, se dijo que había muerto de repente, tanto que la familia olvidó enterrarlo con su inseparable reloj y aquel descuido los mantuvo en vilo durante meses, desesperados por subsanar lo que ya no parecía tener solución.

Al principio se plantearon desenterrarlo por las buenas. Todos convinieron en que no era la salida más honrosa pero sí la más sencilla, al menos hasta chocar de frente con la cerrazón de una burocracia municipal que no quiso atender a los ruegos desesperados de la familia. Por las malas, posibilidad que también se manejó tras el último tira y afloja con el alcalde, la cosa todavía resultaba más complicada. Los Cancela eran familia de costureros, no de albañiles y, más allá de las implicaciones criminales del asunto, no alumbraron la manera de superar el reto logístico que suponían la lápida de mármol y el enladrillado interior. Según se supo más tarde, incluso llegaron a solicitar presupuestos y a ofrecer algunas mordidas, pero la idea de subcontratar un acto tan íntimo los hizo desistir definitivamente.

La solución definitiva llegaría con el verano y la inminente muerte de un primo segundo de Erundina, su mujer. Adolfito Balboa, que así se llamaba, murió de lo suyo en la cama de un hospital bien entrado el mes de julio, sin aspavientos ni sorpresas de ningún tipo, por lo que hubo tiempo de negociar las condiciones de la entrega y hacer, de una vez por todas, las cosas bien. "Yo se lo llevo, Erundina, faltaría más. Pero algo se me habrá de pagar, que dejo a la familia con una mano delante y otra detrás, hazte cargo", le dijo Adolfito la primera vez que esta le comentó su plan. Estaba tan delgado que se podía ver al cáncer mordisqueándole el hígado bajo la piel transparente, pero ni por esas parecía dispuesto a renegar de su condición natural de usurero.

Estaba tan delgado que se podía ver al cáncer mordisqueándole el hígado bajo la piel transparente

Al principio se empeñó en recuperar un pequeño terreno cerca de la playa que un tío de ambos había cedido a Erundina en herencia. Aquello dejó las negociaciones en punto muerto durante varias semanas. Hacerle llegar el reloj a Salvador era una prioridad para la familia Cancela pero el precio se les antojaba excesivo, por mucho que se estuviera hablando de transportarlo hasta el más allá. Por fortuna, la proximidad de la muerte pareció ablandar el corazón de Adolfito, que durante sus últimas semanas de vida se avino a negociar una cantidad de dinero por los portes, además de varias misas por el eterno descanso de su alma.

Así las cosas, y llegado el fatídico momento, los Cancela se presentaron en el tanatorio con el dinero acordado, el reloj de marras y un recibí que obligaron a firmar a la viuda. "Conociendo a Adolfito es capaz de querer cobrar dos veces: una a nosotros y otra a papá", había dicho una de las hijas de Salvador y Erundina al enterarse del principio de acuerdo.

Cuando años más tarde murió Erundina —de accidente, coceada por una vaca malagradecida mientras la sacaba a pastar— se habló mucho del viejo reloj de Salvador que, sin pretenderlo, se llevó las mejores palabras del velatorio. "Era un reloj de bandera, tecnología alemana... Si no se lo llegan a mandar por Adolfito, era capaz de volver a por él", dijo uno de los camaradas de Cancela recordando el incidente. También se puso en duda que el famoso complemento llegara a manos del difunto por la condición pecaminosa del portador. "Ese reloj está en el infierno, con Adolfito", aseguró otro de los más viejos del lugar.

Por fortuna, aquel comentario no llegó a oídos de Erundi na, a la que pusieron guapísima para el último viaje, tan maquillada para disimular el golpe en la cara que parecía una colegiala camino de su primera cita con Salvador. "También es mala suerte morir así, de accidente", le dijo mi abuela a la cuñada de Erundina. "Peor fue lo de mi hermano —contestó esta—, que murió de repente y no nos dio tiempo ni de pensar en qué ponerle".