Blog | Ciudad de Dios

Que la fuerza te acompañe, idiota

ENTRAMOS EN AQUEL BAR sin grandes expectativas, como cada jueves desde hace más de veinte años. Es un lugar oscuro, húmedo, de vasos desgastados y bebidas calientes, sin mayores comodidades que la proximidad al hogar, la confianza del propietario y un baño con pestillo. Nos sentamos en una de las mesas del fondo: redonda, coja, familiar... Nos quitamos los abrigos, pedimos lo de siempre y comenzamos a sacar temas de conversación más o menos interesantes, de esos que ocupan silencios y mantienen el cerebro y la lengua en tensión. Parecía que iba a ser una de tantas noches intrascendentes cuando, de repente, mi amigo T. se quedó paralizado mirando hacia la barra y dijo: "Hostia, Mark Hammill".

Por más que lo intentaba —incluso simulé hacerme un selfie para retratarlo— no era capaz de concluir si aquel tipo sentado en la barra, frente a un vaso y un cuenco de manises, era el actor norteamericano. Estaba de espaldas a él, mi cuello ya no gira como antaño y siempre me ha dado cierto reparo esta especie de exámenes visuales intensivos. Improvisé estiramientos, tiré el mechero al suelo, pedí otra ronda... Pero nada. El supuesto Hammill estaba en uno de esos puntos muertos que le dan a los bares su buena fama de lugares para perderse y olvidar. Lo que veía se parecía más a un ewook que a una persona corriente, y aunque este punto bastaría para que cualquier fanático de Star Wars resolviera el puzzle con un afirmación, yo me decanté por mantener mis dudas: por algo me jacto de practicar algo similar al periodismo. "Sal a fumar y lo miras más de cerca", dijo T. Y allí me fui, con el paquete de tabaco bailándome en las manos de pura ansiedad, intentando parecer un simple fumador al que se le había olvidado administrarse la dosis recomendada en las últimas horas.

"Se parece mucho pero no creo que sea él", dije al volver. Todavía se me escapaba el humo por la comisura de los labios y algunas gotas de lluvia comenzaban a evaporase entre el entramado radioactivo de mi pelo. "Vamos a ser sensatos, tronco", reaccioné. "¿Qué hace Mark Hammill en Campelo?, ¿beber solo en una taberna?, ¿buscar otro piloto o qué carajo hace?". Aquel parecía un argumento sólido pero a T. no es sencillo doblegarlo cuando se le mete algo en la cabeza. Cogió mi tabaco —él no fuma, por cierto— y enfiló el estrecho pasillo rumbo a lo desconocido, al encuentro del viejo ídolo o del borracho anónimo, con un paso tan firme que temí lo agarrara de la pechera para pedirle fuego. Lo vi improvisando un número de mímica por el rabillo del ojo y cuando el otro logró entenderlo y sacó un mechero sucedió: un fogonazo de luz, la cara iluminada por el fuego, mi boca abriéndose como la de un adolescente ante su primera felación. "La madre que me parió, sí que es Hammill", le dije a la botella de cerveza en ausencia de otro interlocutor.

Comenzamos a sacar temas de conversación de esos que ocupan silencios y mantienen la lengua en tensión

T. llegó con el gesto sombrío, como si acabasen de comunicarle la muerte de un familiar muy querido. "No es Hammill", anunció. "Es portugués". Lo dijo con un tono que no me gustó en absoluto, como escupiendo el gentilicio de nuestros vecinos del sur. "¿Y tú por qué sabes que es portugués?", me revolví enfadado. "¿Te lo dijo él?". T. me miró como se mira a un niño que no se quiere comer las lentejas, con esa mezcla de dureza y condescendencia que suele anticipar la primera hostia. "Habla portugués, imbécil", respondió. Aquello tenía sentido, no había forma de sortearlo salvo que Hammill dominase la lengua de Pessoa, así que me puse a buscar en Google alguna referencia que pudiera mantener viva la llama. Pero nada: ni Hammill portugués, ni Hammill Río de Janeiro, ni Hammill Giselle Bundchen... No había manera de relacionarlo con un idioma que no era el suyo.

Salimos del local medio enfadados el uno con el otro, T. y yo. Pagamos cada uno lo suyo, que es la mejor prueba de que una noche no ha roto en exaltación de la amistad y besos para mañana. Pasamos despacio junto al Hammill de pacotilla, como si todavía cupiese alguna posibilidad de que fuese nuestro ídolo, y nos despedimos en la puerta con la frialdad de los viejos amigos, de quienes saben que se pueden exagerar los gestos porque nada importará demasiado. "Que la fuerza te acompañe, idiota", dijo T. Yo me limité a gruñir mientras echaba andar: más que al dichoso Skywalker, siempre admiré la naturaleza ruda de Chewbacca.