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Yo, subnormal

"CUARENTA MILLONES de personas en el mundo son subnormales", así arrancaba una pieza emitida por los Telediarios de TVE en 1980, a la sazón declarado Año Internacional del Subnormal por las autoridades competentes. Con los estándares actuales del lenguaje coloquial, parece evidente que el dato se quedaba muy corto. Es más, que a cuarenta millones de personas se las calificara de ese modo por el simple hecho de sufrir una discapacidad debería ser considerada la prueba definitiva de que los verdaderos subnormales, ya en 1980, campaban a sus anchas sin que nadie se tomase la molestia de contarlos.

"El término subnormal no tenía ninguna connotación peyorativa entonces", se defienden quienes siguen empeñados en delimitar la normalidad a sus propios laberintos mentales: claro que sí, guapis. También quienes practican una suerte de corrección insoportable para negar la validez de su uso como adjetivo calificativo o insulto. Todos ellos se apoyan, además, en la insistencia casi supremacista de los reales catetazos de la Real Academia Española de la Lengua, empeñados en mantener por escrito una definición anacrónica e inadmisible ("que tienen una capacidad intelectual notablemente inferior a la considerada normal") quizás porque cualquier rectificación implicaría reconocer que son ellos, apoltronados en sus sillones mayúsculos y minúsculos, quienes llevan demasiado tiempo haciendo el subnormal. Y es que, no nos equivoquemos, ahí reside precisamente el quid de la cuestión: a día de hoy, todos comprendemos sin necesidad de recurrir al diccionario que el subnormal no nace, se hace.

Ilustración para el blog de Rafa Cabeleira. MARUXAMi abuela, la pobre, llamaba subnormales a todos los niños con síndrome de Down hasta que mis primos y yo tomamos cartas en el asunto. No hizo falta explicarle nada. En un tiempo récord, la yaya comprendió por sí misma que los subnormales éramos nosotros, sus nietos, todo el día lloriqueando, despreciando, pontificando... Haciéndonos los interesantes, los cultos, los lindos, los elegidos. Que yo recuerde, la primera vez que abandonó el viejo axioma y abrazó la modernidad fue la tarde en que regresé de Santiago con dos pendientes de brillantes en una oreja, pavoneándome como primer universitario de la familia y hombre de mundo. Aquel espectáculo la pilló limpiando un cordero para una comida de empleados de Fenosa y su primer impulso fue el de perseguirme por la cocina, acorralarme y cortarme directamente la cabeza: tenía sus razones. Por suerte, la estupidez no está reñida con la agilidad y en el último instante pude esquivar el envite con una finta de cintura. Ahí fue cuando ella decidió lanzarme un cuchillo desde la distancia, escaleras arriba, y al no acertar en el blanco exclamó furibunda: “¡En esta casa no duermes con eso clavado en la oreja, subnormal!”. Para cuando mis primos comenzaron a hacer de las suyas, el insulto ya le venía rodado.

Adaptar la acepción del término subnormal a los nuevos tiempos es una tarea que no debe aplazarse, nos urge como sociedad idiotizada y un poco faltona. En este gremio nuestro tan difuso, por ejemplo, capaz de englobar a periodistas, columnistas, escritores, tertulianos, arribistas, cuentacuentos y portavoces, se hace imposible un análisis profundo de sus protagonistas sin poder recurrir al común calificativo cada pocos días. Esta semana, sin ir más lejos, hemos visto a uno de los más populares acosando a un pobre inmigrante que vendía baratijas de imitación en una playa gallega. La reacción es casi inmediata, pura química. El cerebro descubre a ese personajillo desagradable en pantalla, dándoselas de inquisidor nacional a costa de los más débiles, y lo primero que piensa es, precisamente eso: "menudo subnormal". Ninguna otra palabra hace suficiente justicia al protagonista: ni idiota, ni imbécil, ni estúpido, ni canalla... Hay conductas tan impropias del ser humano que requieren de la contundencia y el desprecio que solo nos aporta, a día de hoy, el controvertido término.

Llegados a este punto, cabe preguntarse si el insulto es el camino y la respuesta parece evidente: no, nunca, niet. Sin embargo, como en otros tantos ámbitos de la vida, debemos tener en cuenta que una cosa es pensarlo y otra, muy distinta, ejecutarlo. Uno puede desear a la mujer del prójimo, incluso al prójimo mismo, y no por ello tiene que perder la cabeza o los pantalones. Para zanjar un desacuerdo no es necesario verbalizar la ofensa, basta con tomarse la justicia como un ejercicio a puerta cerrada en el que todos terminamos ganado, incluido el subnormal en cuestión. Para ello solo es necesario que, de una vez por todas, abandonemos los remilgos respecto a ciertos lances del lenguaje y aceptemos que no hay nada de malo en llamar a las cosas con su nombre. Se lo digo yo, que desde que tengo uso de razón me recuerdo como un impecable subnormal.

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