Opinión

50

He cumplido cincuenta años. Ya sé que le sucede a mucha gente, pero a mí es la primera vez que me pasa

CINCUENTA años impresionan. No es edad de crisis existencial. Ya no. O al menos no es momento de preguntarse qué ha hecho uno en la vida: a los cincuenta, uno ya lo tiene perfectamente claro. Lo que sí y lo que no. Así que no es edad de hacer balance y caer en depresiones. Ahora, a estas alturas, uno debería haber aceptado todas sus frustraciones y aprendido a gestionarlas, después de tantos años a su lado.

Tener cincuenta años no es ser mayor —y menos ahora, que la adolescencia dura hasta que se es padre—; tal vez ni siquiera sea ser maduro. La verdad es que lo único que se tiene claro es lo que ya no se es. Aunque, en realidad, desde los cuarenta uno debería ser consciente de que la juventud terminó hace tiempo. No como a los treinta, una década, para mí, esa sí, confusa y crítica, de querer y no poder, de no saber en qué puesto jugaba. Por el contrario, cumplir los cuarenta significó aclararme y entrar en una etapa más interesante, en la que todo era más seguro y ya estaba asumido.

Veremos ahora, esta, qué me trae. O qué hago yo con ella.

El domingo por la mañana, en el desayuno, Marta y los niños me dieron los regalos. Mi padre me escribió, contándome cómo se perdió el nacimiento de su primer hijo, y cómo ese mismo día salió de Cádiz para Ferrol y vino a vernos, a conocerme. Mi madre me escribió también, lamentándose —tengo a quien salir— de lo rápido que se le ha pasado todo, y repitiéndome una vez más que aproveche el tiempo, que lo aproveche, que no me pierda ni un segundo de la niñez de mis hijos. Ya lo sé. Lloro con ambos mensajes. Pero, por suerte, me consuelan.

Al mediodía, después de haber pensado durante tanto tiempo cómo celebraríamos esto, comimos los cinco solos en casa. Y estuvimos muy bien. Eché de menos a algunas personas, claro, pero solo a las muy cercanas. Siempre he sido de pocos y buenos amigos, y no creo que a estas alturas eso vaya precisamente a menos.

Ya sabemos lo que hemos hecho. Y lo que no. Y no caben ya demasiadas excusas, salvo que uno siga engañándose a sí mismo. Incluso, aunque queden tiempo y oportunidades, podemos imaginar también bastantes cosas que ya no haremos ni seremos: cruzar Estados Unidos en coche, vivir en Nueva York, tener una casa en la aldea, ser cantante o actor, ser un gran científico, embajador o un viajero, o un señor con un carro de vacas y un palo, que fue lo que durante más tiempo quise ser. Pero tampoco un escritor, ni un profesional sobresaliente. No seremos muchas cosas, siempre son muchas.

Y, en cambio, somos algunas que nunca deseamos. Tratamos de que sean pocas, de cargar con poco lastre: como dice Marta, ya que no tenemos todo lo que queremos, que al menos queramos lo que tenemos. Pero hasta en el mejor de los casos es duro afrontar la mirada del niño que fuiste, comparar tu vida con lo que recuerdas —o crees recordar— que él soñaba. Creo que es un ejercicio que de vez en cuando hay que hacer, pero que es duro. Durante muchos años, a nada temí más que a echar la vista atrás y darme cuenta de que no había vivido.

Aunque supongo que no deberíamos ser demasiado exigentes, que también nosotros nos merecemos nuestra comprensión. Y que mantener una familia, y quererlos y que te quieran, poder mirar a la cara a cualquier compañero que hayas tenido, que poca gente piense mal de ti, o contar con esos pocos y buenos amigos, no son pobres méritos. 

Tal vez no se trate únicamente de que hayamos aprendido a gestionar nuestras frustraciones. Tal vez, lo crucial sea que hemos cambiado de ilusiones. Hemos ido cambiando de deseos, porque hemos ido modificando nuestra idea del éxito, de la felicidad y de la vida. No es solo que no lo hayamos hecho tan mal; es que hemos comprendido que hacerlo bien era otra cosa. Que era esto, incluso.

Y después de comer, mientras barría las migas de alrededor de la mesa, pensé que era así como quería estar. Que no han sido unos malos primeros cincuenta años. 

Comentarios