Opinión

Al sur

Esta vez, el tren que cogí en Madrid me llevó al sur. A través de campos infinitos de olivos.

RESULTA QUE el Ave es más incómodo que el que va a Ferrol. Aunque sin duda más rápido. Y cuando ya llegábamos le pregunté a la chica de al lado qué estudiaba: qué envidia, la gente que se dedica a algo que le apasiona, como Guiomar. Así se llamaba, igual que la estación de Segovia. Había estudiado Biomedicina y ahora acababa un máster en Neurociencia. Y le interesaba la concreción física, química, material, de nuestras emociones; qué moléculas se mueven, y cuánto, y de dónde a dónde, para que nosotros estemos abatidos o sonriamos. Maravilloso. Y mientras, por si no le llegaba, había acabado oboe en el conservatorio, y lo llevaba a su lado. Le hablé de El contrabajo, de Suskind, y le hice ver las ventajas de su elección. Guiomar es un ejemplo válido de nuestro asombroso capital humano y de lo que estamos haciendo con él: si no se va al extranjero cuando termine será solo porque tiene a su novio, militar, en Madrid, y no se quieren separar; porque, aquí, sitio no tiene.

Hacía mucho que no iba a Sevilla. Y no me acordaba de hasta qué punto es bonita. Es una ciudad —el centro, siempre es el centro— tan increíble que parece inventada para gustar: cualquier edificio, el rojo, el albero, los cantos rodados, las callejuelas de la judería y el jazmín por las noches. Recuerdo que el primer fin de semana que recorrí el barrio de Santa Cruz, hace más de veinte años, no me cabía en la cabeza que alguien pudiera vivir, por ejemplo, en la plaza de los Venerables. Veo patios y jardines en los que me parece que la gente tiene que ser como mínimo un poco más feliz.

La cena es de compromiso y solo me sirve para constatar una vez más cuántas naturalezas diferentes caben en una misma especie. Por un lado, Guiomares; por otro, algo así como una definición incomprensible de éxito vital. Y dada mi absoluta falta de interés en la conversación me paso la noche tratando de entender qué hay detrás. De vez en cuando, algún comentario —un hijo pequeño nombrado, o algo que pasó hace mucho tiempo, en otra vida— hace surgir un destello de luz, pero enseguida se apaga en las tinieblas del mainstream y me deja sumido en el abatimiento —malditas moléculas— de perder una noche así. Menos mal que por la ventana se ve un patio de Sevilla.

Hoy he estado paseando por el pueblo donde viví a finales de los noventa. Es curioso volver a un sitio con el doble de edad. He llegado, en un día, a plazas que no había conocido en dos años, y he visto edificios del siglo XVIII que juro que antes no estaban.
Qué extraño lugar es el mundo.

Comentarios