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Se comía las uñas y era una intelectual

El título de este perfil engloba las grandes cuestiones de la filosofía y de la cultura occidentales en las que Susan Sontag quiso adentrarse, tanto por una ambición intelectual elevada como por una necesidad esencial.
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VAYAMOS a los orígenes, por si nos sirven para entender. Nació en 1933, ella decía a sus compañeras de colegio que había nacido en China, pero en realidad lo había hecho en Nueva York. La primera afirmación que puede analizarse como un intento de ser alguien distinto, como un intento de jugar con los conceptos o como un intento de definir su personalidad. Sí es cierto que fue concebida en China, porque sus padres vivían allí. Su padre comerciaba con pieles y su madre volvía de tanto en tanto a Nueva York; entre otras cosas para dar a luz a sus dos hijas, Susan y Judith. El resto del tiempo las hermanas se quedaban al cuidado de unos parientes y veían muy poco a sus progenitores.

En 1938, su padre muere de tuberculosis y su madre, Mildred, regresa con ellas. Es en este momento cuando el sentimiento de abandono de Susan Sontag —algo sencillo de definir— comienza a enredarse en una estructura compleja repleta de matices, de esquinas sombrías, de objetos cortantes, de cavidades con enorme eco, dentro de las cuales sus gritos o su llanto se perpetuaba de modo irremediablemente cruel. La mayoría de las veces en las que se habla de Mildred se hace en estos términos: una mujer muy guapa y alcohólica. La belleza y la evasión se convierten así en términos que se desarrollan en esas temibles cavernas. Es ahí dentro, donde la infancia adquiere unos matices de decorado expresionista.

Escaleras empinadas, resbaladizas, claroscuros sobre la maternidad, confusión en la asignación de papeles, dependencia emocional, amor quebrado y quebradizo, sumamente frágil, con la amenaza constante de desaparición. En una entrada de sus diarios dice esto: "Mi madre volvió de China cuando yo tenía casi o justo seis años de edad, una mujer trágica, una Niobe, una víctima de la vida. Y fui elegida para apuntalarla, para darle transfusiones, para mantenerla con vida mientras durara mi infancia...". "Era el pulmón de acero de mi madre. Fui la madre de mi madre". A los tres años empezó a leer, a los seis leyó la biografía de Madame Curie, poco más tarde Los Miserables y a los trece ya leía a autores como Thomas Mann, James Joyce o Kafka. Dice en una entrevista: "Descubrí la literatura norteamericana mucho después". Es más que probable que ese mucho después no coincida nunca con el concepto de tiempo que los demás atribuimos a las cosas que nos pasan. Estaba permanentemente ansiosa, se comía las uñas. Eso lo podemos comprender.

La lectura, el deseo de saber —de dominar el conocimiento—, la inabarcable curiosidad, la inteligencia de brillos punzantes, también de lados oscuros, la irremediable inquietud de esa niña-madre que desde siempre lo quiso todo. De esa manera fue haciéndose mayor. Se mudaron varias veces, Miami, Tucson, un lugar llamado Canoga Park, en California. En el colegio iba tres cursos por delante de lo que le correspondía por edad y en el instituto se convirtió en editora de la revista literaria y formaba parte activa de la vida estudiantil, de aquellas aguas que discurrían por terreno norteamericano y que empezaban a agitarse en los años 40 con el comunismo. A los 16 entra en la Universidad de Chicago y a los 18 se gradúa en Filosofía.

"Además, aprendí muchos hábitos empobrecedores de Philip. He aprendido a ser indecisa, he aprendido a hablar con redundancia"

En el año que queda en medio se casa con un joven sociólogo al que fue a escuchar dar un seminario sobre Freud. Después de la charla él le preguntó su nombre, la invitó a comer y a los diez días fue la boda. Ella escribe en su diario: "Me caso con Philip con plena conciencia + temor a mi voluntad de autodestrucción". Se mudan a Boston, tienen un hijo, él da clase en una universidad, ella se doctora en Filosofía en Harvard. Escriben. Mientras tanto, algo que lleva dentro, un magma de anhelos furiosos, estalla con violencia. Es la lucha por su propio ser. En su diario reflexiona así: "En el matrimonio he sufrido alguna pérdida de personalidad - al comienzo la pérdida fue agradable, fácil: ahora duele e incita mi disposición general al descontento con renovada virulencia". Y así: "Además, aprendí muchos hábitos empobrecedores de Philip. He aprendido a ser indecisa, he aprendido a hablar con redundancia..." "...También me he hecho menos sensible”. Su plan existencial —todavía en construcción— estaba siendo saboteado por las reglas del matrimonio, por las convenciones de una vida que cada vez se alejaba más de unos objetivos, por un lado claros, por otro difusos. La única evidencia era su dolor. Y su insobornable afán por saberlo todo. "Recordar. Mi ignorancia no es encantadora". "Mejor conocer el nombre de las flores que confesar como una niña que ignoro todo sobre la naturaleza". Fue entonces cuando se trasladó a Oxford. Sola. Y allí empezó todo.

Si leemos sus diarios, nos daremos cuenta de cómo se gesta un icono intelectual del siglo XX y, al mismo tiempo, de la profunda herida que había en ella, desde el principio, con respecto a su propio yo. Su vida consistió en intentar mirarse con verdadero orgullo, no sólo a su mente, también a su cuerpo y a su personalidad. No le resultó nada fácil, pero en Oxford inició un camino sin vuelta atrás. Enemiga declarada de las dicotomías a las que nos someten la sociedad y la cultura, quiso defender la multiplicidad de formas, de pensamientos, de estilos, de ideas. Sin embargo, de algún modo, en todo momento estuvo atrapada en los fragmentos. Mujeres y hombres, cultura popular y alta cultura, ensayo y ficción, cuerpo y mente, hija y madre, amor y abandono, seriedad y desinhibición, público y privado, comerse las uñas —algo fútil— y ser sabia. Reclamó siempre el derecho a no tener que elegir, aunque, también siempre, tuvo que hacerlo.

Escribió: "Philip es un totalitario emocional". Así que dejó atrás un pasado que no formaba parte de ella y empezó a vivir. Viaje por Italia, luego París. Allí se instaló, allí se enamoró de una mujer, allí siguió estudiando y estudiándose: "Lección: no entregar el corazón propio donde no se desea" y también: "...en búsqueda continua de orientación entre las opiniones de los otros".  Y esto: ¿Cómo se conocen los propios sentimientos?". Tenía 27 años. En una entrevista muy posterior, declara: "De los 27 a los 35 tuve una adolescencia de lo más agradable".

La joven mujer que aparece como un huracán, escribiendo sobre lo que no se escribe, refutando lo que no se refuta

Regresa a Nueva York, se divorcia, se queda con su hijo y, sin embargo, sus diarios reflejan algo distinto a lo agradable. Hay una tensión que desbarata la felicidad de la entrega y la felicidad de la búsqueda y la felicidad del propio aprendizaje: "Estoy pourrie [podrida]" de temor a que no se me "permita hacer lo que me apetezca hacer". En 1960 escribe su primera novela y se sumerge en la intelectualidad neoyorkina. Da clases, edita una revista, publica en la Partisan Review. Su presencia en los círculos de élite no es siempre bien recibida. La joven mujer que aparece como un huracán, escribiendo sobre lo que no se escribe, refutando lo que no se refuta. No obstante, lo que desde fuera se ve como una roca dura, por dentro es maleable, aún en formación: "1. No repetirme 2. No tratar de ser divertida 3. Sonreír menos, hablar menos. 7. Pensar la razón por la que me muerdo las uñas en el cine".

Viaja a Estocolmo, a Italia, a Vietnam, a China. Escribe sobre el cine, la guerra, la imagen, la política, las ideologías, lo humano. En 1975 le detectan un cáncer con pronóstico fatal. Lo supera y escribe sobre la enfermedad. En los 90 monta en Sarajevo la obra Esperando a Godot, bajo los bombardeos. Publica dos novelas que la catapultan a la fama mundial. Recibe premios. Muere de cáncer sanguíneo en 2004. 

Habló del siglo XX poniendo en entredicho todos aquellos pilares que parecían sólidos; pero resultaron maleables, como su propia vida.

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