Blog | Que parezca un accidente

Las cosas que se arreglan solas

manuel de lorenzo interiorEra muy tarde y me apetecía un vaso de leche fría antes de irme a la cama. Cerré el ordenador, apagué el flexo, salí de mi despacho y, de camino a la cocina, pulsé el interruptor de la pared para encender la luz del pasillo. Pero no ocurrió nada.

Lo pulsé una vez más y no ocurrió nada. Volví a pulsarlo de forma insistente cuatro o cinco veces y seguía sin ocurrir nada. Me quedé allí quieto, repitiendo mecánicamente el gesto con los dedos sobre el interruptor mientras observaba la oscuridad en silencio. Solamente se escuchaba el clic. Ese sonido de plástico que debía venir acompañado por la luz, pero que esta vez mantenía el pasillo en tinieblas. Pocas cosas suenan tan estropeadas como un clic inútil que no pone en marcha nada.

Pensé en cuál podría ser la causa de aquella anomalía y, tras descartar algunas opciones —que iban desde un ataque cibernético hasta un problema de decoherencia cuántica—, llegué a la conclusión de que probablemente se habría fundido la bombilla, lo que me obligaba a sustituirla por otra. Y eso constituía un problema. Tenía que ir a una tienda de bombillas, comprar una bombilla y colocar esa bombilla en el lugar en el que estaba la que se había estropeado. Y ninguna de esas tres cosas se me dan bien. Me encontraba en un callejón sin salida.

Después de un par de semanas de oscuridad infinita en el pasillo, una noche pulsé el interruptor sin querer, casi por inercia, y milagrosamente se encendió la luz. No sé cómo, pero se había arreglado ella sola. De pronto volví a contemplar de madrugada ese pasillo razonablemente feo que vertebra mi casa y me pareció una visión hermosa. A veces, pulsar un interruptor, escuchar el clic y que se encienda una bombilla puede ser la más agradable de las sensaciones. Pero lo más satisfactorio era que la luz había regresado sin necesidad de hacer nada. La normalidad se había recompuesto sola.

Es un fenómeno extraordinario el de las cosas que se solucionan solas. Solo se explica desde el punto de vista de lo prodigioso. Se trata del universo maniobrando a tu favor, permitiendo una excepción en un mundo que se rige por la lógica. Una tarde tu móvil pierde el sonido. Piensas que ha debido de estropearse el pequeño altavoz incorporado, te vas a la cama convencido de que vas a tener que comprarte un teléfono nuevo, pero a la mañana siguiente todo funciona perfectamente. Otro día te dicen que no hay plaza para tu hija en la guardería, te pasas varios días buscando otra posibilidad, pero de pronto recibes una llamada en la que te confirman que ha quedado un hueco libre para tu niña. Todo esto me ha ocurrido a mí recientemente. También se arregló sola la radio del coche. Y se solucionó mágicamente un problema con los cobros de comisiones del banco. De pronto acabas convencido de que la fortuna te sonríe, de que no hay problema que no tenga solución y que esta llegará mágicamente, sin que tú tengas que hacer nada para conseguirlo.

Anoche escuchamos el zumbido de un mosquito en nuestra habitación. Dejamos la ventana abierta para que entrase el fresco y entró también ese pequeño terrorista alado. Un mosquito no es un insecto, es una obsesión. Lo escuchas revolotear en la oscuridad y ya solo puedes pensar en su probóscide, esa trompa alargada de la que salen seis agujas afiladas que se clavan en tu cuerpo. Dos de ellas tienen dientes y son las que abren tu piel. Otras dos la mantienen abierta y separada, como las pinzas que utilizan los cirujanos en quirófano. Una quinta aguja detecta tus venas y las perfora. Y el sexto aguijón inyecta en tu sangre una proteína anticoagulante para hacerla más líquida. Ya solo resta succionar a placer. Bon appetit.

Inmediatamente, mi mujer propuso encender la luz y darle caza. Quien ha intentado localizar un mosquito en su cuarto sabe que es una tarea propia de ninjas. Hay que mantenerse inmóvil, con los sentidos del oído y de la vista en estado de alerta y una pantufla bien sujeta en la mano. En cuanto el bicho se delata, hay que realizar un movimiento ágil y definitivo que acabecon su probóscide estampada contra la pared.

Pero le dije que no hacía falta. Que el destino estaba de mi parte. La convencí para que se durmiese tranquila, no había por qué preocuparse, no iba a pasarnos nada. El problema se arreglaría solo. Ella me hizo caso y amanecimos los dos acribillados a picotazos. Le expliqué que el origen de mi fe era la suerte que estaba teniendo últimamente, ya que el universo parecía haber decidido que mis problemas se solucionasen solos, como había ocurrido con la luz del pasillo. "Esa bombilla la cambié yo, Manuel", me contestó ella con cara de hacer acopio de paciencia. También había llevado a arreglar la radio del coche, había reseteado mi móvil, había llegado a un acuerdo con la guardería y había solucionado el asunto de las comisiones del banco.

Comentarios