Blog | Que parezca un accidente

Y al día siguiente, Navidad

MaruxaHAY UNA cosa de la Nochebuena, además de la propia celebración y del reencuentro con amigos y parientes, que tiene algo de mágico. Un halo característico que me produce una extraña pero agradable sensación de paz. No estoy seguro de que se trate solamente de una percepción personal.

Aunque de otra manera, me sucede también con el Día de Difuntos, cuando acompaño a mi madre hasta el cementerio por la mañana y, año tras año, no sé por qué, el día parece sumido siempre en una calma emotiva y peculiar. Alguna vez me ha pasado lo mismo con la noche de Fin de Año, aunque reconozco que en esos casos la intensidad ha sido menor. Al fin y al cabo, en Nochevieja hay familias que cenan fuera de casa, gente que acude a una fiesta nada más terminar de cenar, otra que sale a tomar las doce uvas en alguna plaza o en algún local. La Nochevieja siempre es nerviosa y entusiasta.

Pero la Nochebuena tiene un fondo distinto. Esa noche casi todo el mundo se encuentra recogido hasta tarde en su casa o en la casa de algún amigo o en la de algún familiar. Apenas hay coches circulando. Nadie recorre los parques, ni los cruces ni las aceras. Es una ciudad de gatos y farolas. De ventanas encendidas. De semáforos puntuales que trabajan para nadie. Las calles se sumergen en un silencio solemne y, por momentos, incluso enigmático. Como de pueblo fantasma al amanecer. Sin embargo es una quietud apacible. Cercana a lo hogareño. A lo familiar. De algún modo, es un silencio despoblado pero lleno. Uno observa la calle a través de la ventana a medianoche y sabe que ahí fuera también es Nochebuena.

Es una sensación de serenidad que ya tenía de niño, cuando regresábamos a casa de madrugada desde el piso de mi abuela y en mi familia solo quedaban en pie algunos valientes, algunas anécdotas eternas y los restos indultados de algún licor. Recuerdo observar desde la ventanilla de atrás del coche de mis padres la luz en los salones y en las cocinas del barrio. Me imaginaba las risas y las conversaciones. A los adultos charlando animadamente en la mesa de comedor. A los niños jugando en alguna habitación. Era como si todas las familias, al menos por una noche, fuesen en el fondo la misma familia.

Tuve esa misma sensación más adelante, cuando era yo el que veía a mis primos y a mis tíos marcharse de la casa de mis padres al final de la velada y, desde el balcón, escuchaba cómo sus voces se perdían en el silencio, llamando a su paso la atención de la noche. La tuve también tiempo después, siendo yo un invitado más de mi familia, cuando caminaba solitario de vuelta a mi propia casa a través de las calles vacías, únicamente rodeado por la ciudad. Y se trata de una sensación que todavía tengo ahora, cuando regreso de la casa de mis suegros en el pueblo y veo la ciudad a lo lejos, salpicada de luz, y sin saber por qué percibo la calefacción de cada casa, el aroma de los postres, el sabor de los turrones. Esa especial sensación de bienestar.

En muchos de esos hogares habrá personas discutiendo

Soy consciente de que en muchos de esos hogares habrá personas discutiendo. Adolescentes aburridos que llevan horas deseando salir de allí para exprimir su vida al máximo en algún chat. Abuelos medio dormidos, quizá un poco hartos de las comilonas de Navidad. Hermanos enfrentados desde hace años. Cuñados que no se soportan. Malentendidos. Desencuentros. Observaciones inoportunas. Bostezos e inapetencia. A lo mejor dentro de esas casas no está siendo la mejor de las Nochebuenas, pero realmente da igual. Lo que uno cree sentir desde fuera, quizá desde la calidez del estereotipo, es tranquilidad. Alegría y tranquilidad. Que en realidad no sea así es lo de menos.

Creo que no me ocurre con ninguna otra noche del año, al menos no de forma tan viva, pero es como si ese día todo estuviese en su sitio. Como si todo encajase y la cadencia fuese perfecta. Todos los 24 de diciembre a media tarde quedo con varios viejos amigos en nuestro bar de toda la vida. Nos ponemos al día. Brindamos. Nos reímos. Después me paso por el piso de mi madre a desearle felices fiestas y organizar la comida del día siguiente, que siempre es a su lado. A continuación cojo el coche y conduzco por la carretera que lleva hasta la casa de mis suegros en el pueblo. Y a medida que me voy acercando, veo el humo de las chimeneas en los tejados, los coches con abuelos, padres y niños que comienzan a llegar a las casas de sus familiares. E inundándolo todo, ese extraño halo de serenidad. El mismo que percibía cuando era niño. Y es entonces cuando soy totalmente consciente de esa noche, por fin, es Nochebuena. Y al día siguiente, Navidad.

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