Blog | Ciudad de Dios

Don Luis

Todavía está su coche en el parking, con las dos ruedas invadiendo mi plaza de garaje

Siguen escuchándose ruidos en el piso de al lado pero suenan diferentes, se nota que algo ha cambiado en el equilibrio de voces, ronquidos, puertas que se abren y se cierran, loza que viene y va… Falta Don Luis, el cura, y la música ya no es la misma porque ninguna orquesta se repone enseguida tras la marcha de su primer violinista.

Recuerdo la primera vez que lo vi, enfurruñado y plantado ante nuestra puerta porque mi mujer había aparcado el coche en su plaza de garaje. No era la primera vez que nos pasaba algo parecido. Cuando vivíamos en Andorra bajé al parking una mañana y descubrí que el coche no estaba donde debería. Al principio pensé en un robo, pero enseguida caí en la cuenta de que el país de los Pirineos no es lugar donde abunden este tipo de delitos, allí se estila más el guante blanco y las altas finanzas. No sé por qué razón decidí dar un paseo por los entresijos de aquel sótano y allí estaba el Citroën Xsara gris con matrícula de Pontevedra, descansando en plaza ajena y con una nota amenazante pegada con celofán en el parabrisas. A Don Luis, que no tenía tan mala uva y mejor ortografía bastó con pedirle disculpas, retirar el vehículo e invitarlo a un vino en un bar cercano y, a partir de ese día, se podría decir que incluso llegamos a hacernos buenos amigos o, al menos, buenos vecinos.

Nos encontrábamos en el ascensor, en la calle, en el parking, y siempre nos saludábamos con la confianza de quién entrega una parte de su intimidad al compañero de al lado. El me llamaba Jose, un entuerto que traté de resolver una docena de veces pero que acabé aceptando encantado. Al fin y al cabo, Don Luis era cura y de bautizar sabía más que cualquier otra persona que yo hubiera conocido. El cambio de nombre puso muy contento a mi padre, eso sí. El pobre siempre albergó esperanzas de que su primogénito se llamase como él pero las reticencias de mi madre a que los vecinos me llamasen Pepiño cortaron de raíz cualquier intento de negociación. Tal honor, el de portar el nombre de mi progenitor, se lo acaban de conceder a mi hermana pequeña Pepita, que es un Yorkshire, y yo me he quedado con la confusión de Don Luis como pequeño trofeo de consolación en la pelea por el amor de un padre.

Luis Alcántara, párroco de O Burgo.

Todos los días, a cualquier hora, sonaba el timbre de casa y nunca era para mí. "¿Es ahí la casa de Don Luis?", preguntaban una, dos, doscientas, mil voces. A la consiguiente aclaración seguía un ir y venir de pasos, bolsas, saludos y agradecimientos. Unos le traían pescado, otros le traían fruta, otros carne y no pocos algún chiquillo para que los bendijera y les quitase la cara de diablo con la que se plantaban ante su puerta. Aquel buen hombre ejercía el sacerdocio 24 horas al día y no pocas veces lo escuchabas salir de madrugada para dar paz a enfermos y sellar el pasaporte definitivo a algún desahuciado. Esto no lo sabía yo a ciencia cierta pero él me lo contaba en cualquier encontronazo y no encuentro razón para desconfiar de su palabra.

No acudí al velatorio ni al entierro, pues mis costumbres de anacoreta me empujan a pasar días enteros sin abandonar los muros de mi castillo. Me enteré de su fallecimiento cuatro o cinco días más tarde cuando bajé a por tabaco y escuché los lamentos de dos señoras a pie de calle. Apenas entendí unas cuantas palabras, tan solo un lacónico "era muy buen hombre, ayudaba a todo el mundo" y enseguida se me fue la cabeza a aquel curita rechoncho de piel gastada y manos en los bolsillos. Pregunté en el bar y, efectivamente, se había muerto el bueno de Don Luis, así que como último homenaje le pedí al tabernero que me cobrase un vino, como si la intención de verdad contara.

Todavía está su coche en el parking, con las dos ruedas invadiendo mi plaza de garaje. Sin necesidad de negociar llegamos a ese acuerdo tácito de que él aparcaba su vehículo como le viniese en gana y yo me conformaba con encontrármelo por ahí y disfrutar de llamarme Jose, por fin. Era un buen trato, quizás el mejor que haya firmado jamás y mucho mejor que aquel crédito personal que todavía hoy me amarga la existencia. El edificio parece vacío porque ya no se aprecian sus silencios y los bares del barrio, antaño brillantes, casi celestiales, languidecen ahora en una oscuridad extrema porque Don Luis era un tipo que daba mucha luz, como un gran ventanal abierto al mundo. Nunca me han gustado los curas pero aquel era diferente, se podría decir que tenía aspecto de carpintero, de escultor o de marinero jubilado pero nunca de hombre de Dios, seguramente porque no necesitaba demostrarlo. No estoy seguro de haber aprendido ninguna lección de él pero echo de menos la posibilidad de hacerlo. Lo último que me dijo fue que no le gustaban las nuevas farolas y que Lores, el alcalde, era un buen chaval pero equivocado. Me metí en casa y empecé a dudar de si Don Luis era realmente cura porque aquella frase me pareció una genialidad propia de un gran tertuliano.

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