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El desparrame

De Karl Lagerfeld se decía que no daba una entrevista mala

ME DECLARO en contra de la gente que habla haciendo declaraciones. Me gusta declararme en contra o a favor de todo aquello que no puedo hacer nada por evitar o propiciar, en cuya existencia no puedo interferir, que es, por otra parte, casi todo. Las cosas pasan sin tenerme en cuenta. Y hacen bien.

La gente que habla haciendo declaraciones es toda esa gente que a los periodistas nos hace sentir físicamente enfermos de aburrimiento, a quien podríamos ir a entrevistar dejando las respuestas ya escritas y volver a la página solo a confirmar, que nunca sorprenden. Podríamos llenar con sus citas cualquier noticia sin hablar con ellos y, cuando se publicase, aún nos llamarían para agradecernos que su pensamiento hubiera sido reproducido de forma tan fiel. Con la persona que hace declaraciones te encuentras en un bar de suelo pegajoso a las cinco y cuarto de la madrugada, con un camarero empujándoos los codos fuera de la barra a base de pasadas de bayeta, y te comenta que "parece que refresca". Nunca lo pillas en un renuncio.

Si eres una persona que dice inconveniencias, que mete la pata, que le cuenta aquello que no puede contar justo a la persona a la que le advirtieron que no dijera nada, con una atracción inexplicable hacia la charla inoportuna, la gente que habla haciendo declaraciones te saca de quicio por repelentita. Qué clase de contención es esa, dónde se aprende.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA

Esta semana ha muerto un hombre que era el reverso exacto de una persona que habla haciendo declaraciones. De Karl Lagerfeld se lleva años y años diciendo que era un ser con ideas despreciables y un modisto muy talentoso. Los periodistas, que solo pensamos en nuestras vainas, creen además que era una máquina de hacer titulares. Al contrario que la persona que habla haciendo declaraciones, los que te ametrallan con titulares te sobreestimulan, te estresan, te ponen hiperactivos. Son doscientas tazas de café portugués de una sentada, los dejas sin saber a dónde mirar ni qué apisonadora te ha pasado por encima. No suponen un problema de defecto de franqueza sino de exceso de sí mismos. Les gustan sus ideas, las encuentran deliciosas, te las cuentan todas para que tú se las desperdigues por el mundo. Nunca se arrepienten de contar algo. Si todos fuéramos como ellos, Villarejo no tendría nada que hacer.

Yo, sin especial interés por la alta costura, sé muchísimas cosas de Karl Lagerfeld. Odiaba el chándal, que consideraba el fin, la puntilla, la evidencia estética de que una persona estaba tocando fondo, de que la vida le había vencido. Por supuesto, a lo largo de su carrera, vendió pantalones de chándal a porrillo. Supongo que de cientos, o miles, de euros.

Cuando le preguntaron sobre el movimiento Me Too dijo que no entendía por qué "alguien se hace modelo si no quiere que le bajen los pantalones". Contaba que, de niño, en su Alemania natal, sus padres le habían regalado seis bicicletas. Ningún niño del colegio tenía una, pero él no compartía, le gustaba que le envidiasen. A los cuatro años, su madre le preguntó qué quería de regalo de cumpleaños y pidió un mayordomo. La mujer no tenía paciencia para la conversación titubeante infantil y le dijo que dejara de dudar, que no hablase con los circunloquios y falta de precisión que caracteriza la charla de los niños, que no tenía tiempo para eso, que "tenía que entender que ella era una adulta, no una niña". Contaba que le agradecía que lo hubiese tratado así, brusca, sin mimos ni zarandajas, que le preparó para la vida.

De la belleza dejó declaraciones de aquí a Vladivostok. Que Kate Middleton, vale; pero que su hermana de frente no le gustaba nada, que debía mostrarse siempre de espaldas. Que el único ruso guapo era el novio de Naomi Campbell, que los demás eran espantosos, que si él fuera una mujer rusa se hacía lesbiana (así, hacerse), que cómo podía un país tener unas mujeres tan bellas y unos hombres tan feos. Que la belleza no era tan importante, que había gente fea que no estaba mal, que eran buenas personas y simpáticas, pero que no podía soportar a la gente fea y desagradable. Que los peores eran los hombres bajitos, que las mujeres podían ser bajas pero no los hombres porque nunca perdonaban esa circunstancia, se volvían malos y querían matar a los demás. Ja.

Muchas de estas cosas, que ha ido soltando a lo largo de los años, las he vuelto a leer estos días tras su muerte, con tanta gente recordando que no daba una entrevista mala.

Y me sorprendo a mí misma pensando en el terror de entrevistar a alguien así, tan excesivo, tan fábrica de titulares, tan proclive a escandalizar. En qué difícil debe ser aguantar, conducir la conversación y luego elegir por dónde tirar. En cuánto trabajo me daría, de qué manera dudo de que la opinión de todos sobre todo tenga algún interés y hasta qué punto me resbala lo que dice. En si no sería yo precisamente la que acabaría haciéndole la única entrevista mala de su vida. Por hartazgo, por cansancio, por sobreinformación. Por no dejarme verle yo, deducirle, intuirle, sino desparramarse él así.
 

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