Opinión

Expectativas

Hacía tiempo que no salía a pasear como terapia, moviéndome, caminando, únicamente por su capacidad sedante. Hacía tiempo que no lo necesitaba.
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A PESAR DE que la calle, entre el comercio cerrado, la hora y la lluvia, estaba casi vacía, he tenido tres encuentros de pararme a hablar: con un compañero de trabajo, con una pareja conocida y con tres chicos desconocidos, uno de los cuales parecía salido de Vikingos, pero en bajito, con los que surgió un intercambio de tres o cuatro frases, un corto diálogo digno de Tarantino, sobre un estudio de arquitectura. Además, oí a un niño pequeño explicarle a su hermana mayor que una boa no era una serpiente, no sé por qué; debía de querer decir que no son venenosas. Y en un coche aparcado vi una pareja, y esta vez el que lloraba era él. También pasé bajo la ventana de la habitación de mi hijo, que hoy no está conmigo, y se asomó a saludarme. El resultado, el balance final, no sé si ha sido positivo o negativo.

Ya conté una vez que hace muchos años le oí decir, a Miguel D’Ors, nieto de don Eugenio y poeta —y, para mi sorpresa, nacido en Santiago—, que él solo escribía cuando estaba mal, y porque estaba mal. Y por lo tanto presumía de su exigua obra, pues lo consideraba un buen síntoma. Me había gustado mucho aquella conferencia, y me había encantado un poema que leyó, sobre una pista de tenis vacía, en la que el viento movía las hojas secas, que sintetizaba la tristeza del paso del tiempo y puede que de la soledad, no me acuerdo bien. Pero lo menciono porque esta temporada —y no es la primera, ni mucho menos—me estoy dando cuenta de que yo no reacciono así. Yo, cuando estoy mal, ni escribo ni nada. Cuando estoy mal solo busco salidas fáciles, sin esfuerzo. Hasta para leer algo que exija cierta concentración tengo que estar bien. En cuanto a escribir, mucho menos todavía; claro que me pregunto si en realidad yo escribo alguna vez.

La vida, en gran medida, es un tira y afloja entre expectativas y realidad, y nuestro ánimo depende de su equilibrio

Se me está haciendo cuesta arriba, ir a Madrid a trabajar cada semana. Llevo dos años y medio ya, y estoy cansado. Sé que no tengo mucho de lo que quejarme, sé que cruzar media España cada cuatro días no me convierte en un sufridor. Sé mirar alrededor, cerca o lejos, y compararme. Lo sé. Pero, a estas alturas de mi vida, no me engaño diciéndome que nuestro bienestar depende de una comparación objetiva con los demás. Esa comparación, lo que sí hace es cerrarte la boca delante de algunas personas, y obligarte a ser comedido y discreto en tus protestas. Pero ya está, eso es todo: te callas por vergüenza, pero sigues estando mal. Y yo estoy harto de estar de visita en mi casa, o, directamente, de sentir que no la tengo. Estoy harto de meter en la mochila, cada domingo por la tarde, unas latas de atún, un paquete de pan de molde integral y alguna fruta. Y no, saber que hay gente que no tiene eso no me hace sentir mejor ni estar agradecido. A ustedes tampoco, no me fastidien, como no los consuela en absoluto recordarse a sí mismos, si su jefe es un gilipollas, que al menos tienen trabajo. La vida no funciona así, por mucho que sea bueno, que sea lo cabal, e incluso lo decente, tener unas referencias que, al menos en el plano teórico y racional, nos pongan en nuestro sitio y relativicen nuestras quejas. La vida, en gran medida, es un tira y afloja entre expectativas y realidad, y nuestro ánimo depende de su equilibrio; y ni siquiera bajar las primeras tiene por qué ser una opción, y menos una solución.

El fin de semana pasado, una amiga de mis padres, y cada vez más amiga mía, me pidió que escribiera algo alegre. Que nos hacía mucha falta a todos. Ya te avisé, Caridad, ya te dije que yo no era bueno para animar.

Hoy, al final, ya de noche, y de vuelta de mi paseo, nos hicimos sendos bocadillos de chorizo y queso con pan del horno Migas, del Gadis, que es sin duda el mejor pan de supermercado que he probado. Y luego, o a la vez, vimos la película Esperando al rey, de Tom Hanks, que es increíble lo bien que hace de tío normal. Y ambas cosas fueron agradables, y sirvieron de consuelo.

Mis expectativas, como ven, en realidad tampoco son para tanto: algún que otro placer sensorial —música, sexo, comida y algún párrafo de algún libro—, un trabajo que no me haga sentir intelectualmente inane y, de una vez, estar en mi casa con mi familia.

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