Blog | Permanezcan borrachos

Ganar la guerra

CUANDO EMPIEZAS una guerra te predispones a creer que será corta. Miras a la guerra y de vez en cuando también al reloj, como si fueses un obrero pendiente del tiempo que falta para irse a su casa. Algunos días no tienes claro qué deseas más, si ganarla o que simplemente acabe. No eres un desnortado ambicioso, y los tiempos de las cosas que duraban toda la vida se fueron para siempre. Te agrada pensar que estás muy ocupado, y las guerras reclaman demasiada atención y esfuerzo. Eres menos sentimental de lo que fuiste. Hay un punto a partir del cual solo pretendes pasar a otro asunto. Es una ventaja ser una persona a la que se la suda todo, porque puedes olvidar que vives en guerra, mientras esta tiene lugar, como en el caso de mi vecino. Estuvo un año en guerra con una máquina expendedora. Primero cruenta, después dormida, hasta que un día la olvidó. La guerra continuaba, pero él ya había pasado a otros asuntos. Ni siquiera estudiaba el reloj.

Hace unos días, mientras visitaba su cuenta bancaria para comprobar cómo iban sus negocios, descubrió por casualidad que la guerra había finalizado. Había ganado él. "Me invadió una extraña alegría, que no se extendió por todo el cuerpo, como cuando tiras algo a la papelera, desde lejos, y aciertas. Cerré el puño, satisfecho, y ahí se agotó el regocijo", me contó. Quizá se le habían pasado las ganas de ganar. El principio de la guerra quedaba demasiado lejos. Todo comenzó en el aeropuerto de Madrid, un día que volaba con su pareja a Bolonia. Esperaban a la hora de embarque cuando reparó en una máquina expendedora. Se detuvo ante ella, por puro aburrimiento, y mientras estudiaba el género, el color rojo de la Coca Cola hizo su trabajo. Hacía meses que no bebía una.

"De pronto, esa lata se convirtió en el amor de mi vida, en lo único que me parecía realmente importante en ese instante. Más que volar sano y salvo a Bolonia y pasar tres días maravillosos". Por suerte, tenía una única moneda suelta en el bolsillo, aunque de dos euros. Suficiente. La introdujo, y al marcar el código la lata no se movió de su sitio. Cuando quiso recuperar la moneda para volver a intentarlo, la máquina no se la devolvió. La historia de nuestras vidas. Fue un doble no. Pero él se negaba a enterrar la trama. No era por perder dos euros, sino por quedarse sin Coca Cola. Tuvo la sensación de que había estado toda su vida persiguiendo aquella lata. No podía dejarla escapar. "Hay que embarcar", anunció su pareja. "No puedo", dijo él, y le explicó qué pasaba. En ese momento, advirtió que la máquina admitía billetes. Sacó la cartera.

"¿No irás a meterle 20 euros?", le preguntó su pareja, con la cabeza fría de quien no tenía ganas de beberse la Coca Cola más importante de su vida. Él se quedó congelado con el billete en la mano. ¿Qué indicaba el sentido común? "No había sentido común. Me abandonó. Solo contaba la sed". Qué posibilidades había de que la máquina le robase dos veces consecutivas, razonó. Además, una cosa era robar dos euros, y otra muy distinta veinte. "Eso sería sencillamente un escándalo". Pero fue justo lo que pasó. Miró alrededor y le propinó un empujón a la máquina, que no se movió. Volvió a mirar a los lados y le dio un puñetazo y después una patada. El alivio fue efímero. Pulsó varios botones, y nada. Los pulsó todos. Nada. Se moría de sed. Temió abrir bien los ojos y descubrir que estaba en el desierto. Y así empezó la guerra. Las guerras empiezan a menudo sin querer, y sin saberlo. Antes de que su mujer lo arrastrase a la puerta de embarque, anotó el teléfono que aparecía en la máquina para reclamaciones. Nada más regresar de Bolonia hizo la primera de muchas llamadas, que después derivaron en infinidad de mails. Bebió una Coca Cola al día desde ese viaje, hasta que se le fue olvidando por qué lo hacía. La vida tenía que resbalar para disfrutarla mejor, así que se olvidó de la guerra. Pasó un año. Pero entonces descubrió un ingreso de 20 euros. Había llegado la paz.

Comentarios