Opinión

Greta

GRETA ESTÁ en Madrid. Ha llegado desde Estados Unidos jugándose la vida en las tempestades del Atlántico a finales del otoño, en un frágil (y carísimo) catamarán de una familia de youtubers. Greta es una niña que alerta sobre los peligros de exprimir el planeta, y seguramente su labor ha sido útil para llamar la atención sobre la realidad del cambio climático. Y luego están los palmeros de Greta, que entronizan a la niña desde una profunda hipocresía: el primero, Pedro Sánchez, que usa el avión para cubrir distancias de 200 kilómetros y luego ofrece ayuda a la muchacha para llegar a España con la conciencia tranquila y sin huella de carbono: "Tranquila, Greta, hija, que ya lanzo yo emisiones por mí y por ti. Tu chúpate el viaje en barco de remo desde el otro lado del mundo mientras yo me voy en Falcon al concierto de los Killer y a la boda del cuñado".

Uno se pregunta si hay derecho a exponer así a una niña, y si la edad de la cría le permite entender con precisión qué es lo que se está haciendo con ella. En estos días en los que veo a Greta convertida en líder de un movimiento mundial, aclamada, asediada, desescolarizada, ajena al día a día de una quinceañera, me pregunto qué será de ella dentro de diez, de veinte años, cuando sea una adulta y reflexione sobre el hecho de que ha perdido su adolescencia en una guerra sin cuartel. Me pregunto si para entonces Greta tendrá el completo control sobre su vida después de años siendo un instrumento que, en el fondo, manejan un puñado de adultos. No sé si el precio de salvar el planeta puede ser el sacrificio de una chiquilla de quince años, pero sí sé que ahora mismo Greta no está en condiciones de decidir si quiere pagar ese precio. Y que es una profunda irresponsabilidad echar a sus espaldas un asunto que, como mínimo, le está haciendo renunciar al final de su infancia, al inicio de la juventud, a las etapas de la vida a las que tiene derecho cualquier persona. Sobre todo, cualquier niño.

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