Blog | Que parezca un accidente

La del pirata cojo

MaruxaCREO QUE nunca he ligado tanto en mi vida como los quince días de verano que pasé en el colegio salesiano de Cambados con un montón de estudiantes de toda Galicia. Yo tendría unos quince años y debí de ligar por lo menos dos veces. Incluso menos. En aquella época yo tenía el pelo largo, solía vestir una chaqueta de lana deshilachada y era bastante gamberro. De entre todas las cosas que uno podía ser, yo pensaba que era grunge, como los de Nirvana y Pearl Jam, pero en realidad era un idiota de manual. Más o menos como ahora, con la diferencia de que ahora no me pongo etiquetas. No es un gran avance, pero algo es algo.

Recuerdo aquella sensación como un vaivén extraño. Por un lado, me gustaba la idea de salir al patio sabiendo que era el objetivo de tantas y tantas miradas (dos, a lo sumo). Pero al mismo tiempo me sentía un poco incómodo al notar cómo, allí donde fuese, me seguían todos aquellos ojos inquietos y curiosos (con suerte, cuatro). Aquella exposición pública era lo más parecido que yo conocía a la fama. En todo momento era consciente de estar siendo observado. Me bastaba con quedarme allí quieto un buen rato, sentado en uno de los soportales sin hacer nada, para ser un tío alucinante. Para partir la pana. Para molar.

Pero aquello era un coñazo. Qué hacía yo allí tanto tiempo, mirando al horizonte con pose de Ethan Hawke en Reality Bites, sin nada con lo que entretenerme. Llevar conmigo una novela habría roto la magia —por aquel entonces, leer todavía no era sexy, sino de empollones— y esperar un par de décadas por un móvil 4G me parecía excesivo. Y sin embargo algo tenía que hacer. Si a partir de aquel verano iba a ligar de ese modo, necesitaba alguna ocupación en la que emplear mi tiempo mientras me quedaba quieto en un rincón, desempeñando el papel de chico interesante pero conflictivo. Algo que me gustase y a la vez encajase con el personaje. Algo útil pero atractivo. Algo guay.

Y de repente lo vi claro: tenía que hacerme con una guitarra.

En el instituto había un chaval que se había comprado una acústica para aprender a tocar pero se había aburrido de ella, así que en cuanto comenzó el nuevo curso le pregunté si me la vendía. No fue necesario negociar. A mí me hacía falta una guitarra y él quería deshacerse de la suya. Me dijo que le había costado 15.000 pesetas de segunda mano y que me la vendía por 5.000, de modo que acepté sin más y me pasé por su casa a recogerla. Se trataba una guitarra de gama baja, bastante gastada por la parte de atrás y con varias mellas en la madera. Supuse que en realidad ya habría pasado por cuatro o cinco manos, pero a mí me dio igual. En aquel momento me pareció la mejor guitarra del mundo. Ya sólo me quedaba un trámite por hacer: aprender a tocar.

Otro chico que acababa de llegar al instituto era un guitarrista excepcional. Mi memoria quiere creer que tocaba mejor que Jeff Beck. Una tarde hablé con él, llegamos a un acuerdo y al poco tiempo estaba yendo a su casa para recibir lecciones de guitarra. Era la primera vez en mi vida que asistía a una clase de algo porque yo quería. La primera vez que, pudiendo perder el tiempo a conciencia, le dedicaba horas a estudiar sin que nadie me obligase. Aquello no era como ir a la academia de inglés. Yo estaba allí porque quería. Y encima lo pagaba con los pocos ahorros que tenía. Me estaba ocurriendo algo verdaderamente extraño.

El chico quería enseñarme a tocar canciones de Led Zeppelin, pero yo insistía en aprender algo más sencillo que a la vez me permitiese cantar. Unas cuantas clases después, había aprendido a tocar mi primera canción: La del pirata cojo, de Joaquín Sabina, Pancho Varona y García de Diego. Me pasaba las tardes en casa tocando una y otra vez La del pirata cojo. La tocaba constantemente. Docenas y docenas de veces. Tantas que ya casi me la sabía sin necesidad de mirar el mástil para colocar los dedos. Tantas que ya estaba casi listo para sentarme en una escalera con mi guitarra para ligar. Tantas que mi familia ya estaba totalmente desesperada.

Hasta tal punto odiaban aquella canción y aquella guitarra que una tarde, después de una de nuestras habituales peleas, mi hermano pequeño vino a hacer las paces conmigo de una forma amistosa y resolutiva: me rompió la guitarra en la espalda. La pobre quedó hecha añicos para siempre. Y la guitarra también.

Varios años después acabé comprándome otras cuatro, pero a veces me pregunto qué habría sido de mí si hubiese conservado aquella guitarra unos días más. Lo que podría haber ligado yo tocando con pose atormentada en algunas escaleras, fingiendo ser un poeta o algo peor. Quizá podría haber ligado tres veces. Qué digo, ¡cuatro! Nunca sabremos en qué clase de mamarracho egocéntrico me habría convertido. Afortunadamente, no he vuelto a ligar jamás.

Comentarios