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La plácida irrealidad

John Le Carré
photo_camera John Le Carré

JOHN LE CARRÉ CUENTA QUE EN LOS ochenta un diplomático italiano lo convocó a la embajada en Londres para anunciarle que el presidente Francesco Cossiga deseaba invitarlo a comer en el palacio del Quirinal. Era un gran admirador de sus libros de espías. "Sentí un arrebato de orgullo que pocos escritores tienen el privilegio de experimentar", admitió en aquel momento.

En el escritor anida a menudo, en un remoto rincón, la convicción de que es mejor que los demás, y que antes o después hará algo que quede en la historia. Son cosas de escritores, que a veces se dicen a sí mismos "soy escritor", y eso les sirve de alimento para todo el día. El autor ama lo que es y cree que no podría ser otra cosa. Nunca se ve a sí mismo haciendo el ridículo. Las ficciones penden siempre sobre él, también en su vida personal. Se va escurriendo lentamente por su autocomplacencia, como en un sofá cómodo, hasta que pierde todo contacto con lo que llamamos realidad.

Le Carré se preguntaba cuál de sus libros gustaría más al presidente italiano. A lo mejor, se dijo, su admiración alcanzaba no a un libro sino a toda su obra. Le preguntó al diplomático, por si acaso, y este averiguó que Cossiga tenía debilidad por El topo. El escritor quiso saber si su excelencia preferiría la versión en inglés o, quizá, para mayor facilidad de lectura, la traducción italiana. "La respuesta me llegó directamente al corazón", admitió, iniciando su alejamiento de la realidad. El presidente prefería leerlo en inglés.

No dejó pasar el tiempo y al día siguiente se dirigió con un ejemplar de El topo al más prestigioso taller de encuadernación de Londres, el de Sangorski & Sutcliffe. Eligió una cubierta refinada, en piel de becerro, color azul Francia, con su nombre destacado en grandes caracteres, en pan de oro. No iba a reparar en gastos. Después de eso, dedicó muchas hojas a practicar en sucio una buena dedicatoria. Llegó el día de partir hacia Roma, donde le asignaron un hotel en el que durmió a duras penas, no probó el desayuno y pasó un buen rato ante el espejo preocupado por su peinado.

Antes de lo acordado se apostó a la entrada del hotel a esperar que lo recogiesen. "No estaba preparado para la limusina con cortinas en las ventanillas que se detuvo ante la puerta, ni para el escuadrón de policías de uniforme blanco que la escoltaban montados en sus motos, con luces azules intermitentes y sirenas. Todo para mí". Cuando llegó al palacio, hombres serios con mallas medievales y gafas se cuadraban a su paso. A esas alturas, por supuesto, el escritor ya se encontraba muy lejos de la realidad, en otro planeta. Entonces, con su libro encuadernado en piel de becerro bajo el brazo, distinguió a un hombre de traje gris bajando lentamente una escalera de piedra. Era el arquetípico presidente de Italia, con su elegancia extrema y sus afectuosas palabras de bienvenida. "Señor Le Carré… Toda mi vida… Cada palabra que ha escrito, cada sílaba, en mi memoria… ".

El insigne novelista aceptó que le ensañase algunos detalles interesantes del palacio del Quirinal antes de la comida. "Aquí mismo, a nuestra derecha", dijo deteniéndose y haciendo una pausa humorística, "vemos esta pequeña sala donde tuvimos alojado a Galileo mientras esperábamos a que cambiara de opinión". Ambos se rieron y siguieron avanzando. A John le Carré le pareció que había llegado el momento de entregarle el libro. "Muy hermoso", dijo su par. "¿Por qué no se lo da al presidente? ". El escritor se precipitó a la realidad de golpe. Todo lo que pasó después solo fue decepcionante. Había treinta comensales y el verdadero presidente resultó un hombre de aspecto deprimido, con gafas oscuras y hombros encorvados. Cuando regresó a Londres, Le Carré supo que en realidad había almorzado con los directores de las principales agencias de inteligencia de Italia, pues el presiente Cossiga había creído que podría ofrecerles información sobre espías. Avergonzado y abochornado, se sintió un idiota, que es algo que siempre le viene bien a un escritor.