Opinión

Las fotos del verano

Entre las imágenes que navegan por las redes, de vacaciones, playas y caras felices, surge otro relato, el de los que siguen esperando

Niños, en el Mediterráneo.EFE
photo_camera Niños, en el Mediterráneo.EFE

HACE SOLO unos días flotaba en las redes y en los medios de todo el mundo el cuerpecito de un niño al que se le cerraron todas las puertas. Bailaba junto a su madre, que parecía dormir boca abajo, con el brazo estiradísimo, como si todavía quisiese alcanzarle. Era un bebé dormido con la barriga expuesta, mirando al cielo. Mecido por la marea con el único arrullo del mar. Una tercera mujer, con el pánico asomado a sus ojos, viajaba con ellos, a la deriva, entre un montón de tablas de madera, que evocaban la imagen de un naufragio de película, pero también la de la deshumanización y el horror al que asistimos, que no es ficción.

Cuando los voluntarios de la ONG Proactiva Open Arms se encontraron con ellos en la costa Libia grabaron un vídeo y con la ira en la garganta denunciaron una vez más la pasividad de los guardacostas que no socorrieron a los tres náufragos, y apelaron de nuevo a nuestra humanidad, a nuestra solidaridad o a nuestra conciencia. Esto, decían, está ocurriendo aquí, en aguas internacionales, muy cerquita de nosotros.

No me gusta pensar que nos estamos acostumbrando a hablar del Mediterráneo como de un cementerio, a ver ‘aylanes’ por las orillas, que ya no nos conmueven ni las cifras ni las miradas ausentes. Que estamos instalados en una suerte de tren sin ventanas, que viajamos rumbo a alguna parte, a una velocidad vertiginosa, con el ansia en los bolsillos y el corazón desasistido.

Hace un par de días también, Facebook, con esa insistencia suya de remover los recuerdos, devolvía entre piscinas azules y mares turquesa, sonrisas relajadas y flotadores de colores, la advertencia que hacía la Europol hace solo dos años: 10.000 niños refugiados que viajaban solos habrían desaparecido nada más llegar a Europa. Diez mil. Algunos de ellos habrían acabado con familiares sin conocimiento de las autoridades, pero otros, subrayaban, se encontrarían en manos de organizaciones de tráfico de personas.

En verano, las redes sociales se llenan de fotos llenas de luz. Carcajadas, bailes, cuerpos al aire, siestas, chapuzones, fiestas y paisajes idílicos nos recuerdan que estamos en esa época del año en la que nada importa, o casi. Todos parecemos un poco más felices. Y junto a la rutina, aparcamos todo aquello que nos pesa. Compartimos momentos inolvidables, más o menos ciertos, platos suculentos, playas paradisíacas...

Y en el medio, ellos, los que siguen esperando. Muchas veces protagonistas de noticias que hablan de tráfico de personas, de adopciones irregulares en India, de granjas de niños en países tercermundistas, de los pequeños esclavos, de los niños soldado, de los que son abusados.

Dentro de unos días yo me marcharé también a algún lugar en el que poder vivir la ilusión de detener el tiempo para disfrutarlo y saborearlo con los míos sin pensar en nada más. Seguramente enmarcaré mis redes con una imagen de un atardecer con el sol ardiendo en el mar. Pero hoy no quiero obviar que en ese océano que inspira y da vida se ahogan a diario los sueños de personas como nosotros, ni que en el umbral de Europa siguen esperando miles de familias para las que el tiempo parece haberse detenido para siempre. No sé si es cuestión de muros y alambradas, si es que estamos anestesiados, si nos hemos acostumbrado a vivir de espaldas a todo lo que provoca dolor. Simplemente hacemos click y la vida parece distinta.

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