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Lino Silva, la Santa Ponzoña

Yo, en un tiempo, decía que las mujeres no tenían que besar a los sapos porque fueran príncipes disfrazados, sino simplemente por ser sapos, por ser diferentes y ser lo que eran, con sus panzas hinchadas junto al agua

A VECES me acuerdo de Lino Silva. Me acuerdo de sus libros que ilustraba él mismo llenos de brujas y de pozos profundos y de santa ponzoña. Cuando algo le parecía intenso decía que tenía ponzoña. Me acuerdo de los epitafios del cementerio de Cambados, escritos muchos por él, que son todo un género literario, igual que Víctor Segalen escribió un libro de Estelas.

Me acuerdo de El pozo prohibido. Lo ilustró con imágenes de la época romántica pasados por la audacia moderna, viejos-rocas que salen del mar, padres-otoños con sus niños junto a la ventana. Hablaba de flores desenfrenadas e interminables: "La rosa sigue llorando sarmientos/ con lágrimas de rocío sangrante/ en su contemplación más altiva". Del alma de las ruinas góticas, como la que él admiraba en Cambados: "Alma afilada con la noche/ en las viejas ruinas…/ De los viejos necrófagos corazones/ e ideas perdidas en el espacio.." De repentinos ángulos de visión: "Cuando se despierta la hoz abrileña/ y el tiempo sueña/ temporales metafísicos". Tenía un romanticismo descoyuntado, convertido en ponzoña, en vitalidad de aguardiente. Nos llevaba a los pozos prohibidos por las convenciones sociales, desde los cuales se ven negras las estrellas.

Tenía un tremendismo de novela gótica, un lenguaje de William Blake pasado por Lovecraft. En el poema de amor delirante Quiero ser pasto de tus hombros pretendía fundirse frenéticamente con el Cosmos: "Quiero devorar a trozos las tormentas,/ despertar el aura del tejado;/ abrazar la ira de los dioses,/ y sentir las venas del planeta". Quería despertar el aura, esa que ya no existe según Walter Benjamin, y sus poemas son como el aura convulsa y estremecida. En Ciudad de grito recuerda a los expresionistas centroeuropeos que prolongaron el romanticismo: "De las columnas férreas de la fábrica/ salía un loco desnudo gritando;/ un niño-nube le decía cosas/ y un paraguas olvidado en una esquina/ esgrimía su oración plañidera".

Yo, en un tiempo, decía que las mujeres no tenían que besar a los sapos porque fueran príncipes disfrazados; sino simplemente por ser sapos, por ser diferentes y ser lo que eran, con sus panzas hinchadas junto al agua. Pero Lino Silva escribía que los sapos en realidad eran príncipes dominadores y aplastantes: "Estáis en vuestros cuentos/ de viejos sátrapas del universo;/ en unión de vuestras gatas mefistofélicas/ repelentes y ciegas de ira…". Sí, no había quien engañara a Lino Silva.

Una vez fuimos a Lugo a ver una exposición. Por la noche íbamos por el parque lleno de millones de estorninos ruidosos y él se empeñó en matar unos cuantos para hacer una empanada

Lo conocí en una exposición de pintura en Compostela. Estuvimos tres días seguidos emborrachándonos sin parar. Fuimos juntos a ver El dragón del lago de fuego. Le fui a pedir dinero para las entradas a una mujer a la que apenas conocía. Dimos vueltas durante tres meses por Compostela. El tenía una habitación en una calle de chalets enfrente de una residencia de chicas regentada por monjas. Apenas le cabía el caballete y sin embargo pintaba allí sus locuras goyescas o esperpénticas. Les hacíamos señas con velas a las chicas que veíamos en las ventanas, supimos el nombre de algunas de ellas. Creímos que una hablaba con nosotros, pero lo hacía con un tipo que estaba en una casa detrás de nosotros. Con otra conseguimos citarnos en el bar El Gallo de Oro.
Una vez fuimos a Lugo a ver una exposición. Por la noche íbamos por el parque lleno de millones de estorninos ruidosos y él se empeñó en matar unos cuantos para hacer una empanada. Despertó al guardia del parque y le pidió una escopeta. Consiguió que el tipo no se cabreara y bromeara con nosotros. Pero después llegamos de madrugada a la casa donde dormíamos y hablábamos en la distancia de las escaleras. Nunca nos perdonaron.

Más tarde volvimos a Lugo a una boda. Entramos en la catedral y él estaba empeñado en subir al campanario para dibujar la ciudad desde arriba. Le dije a un canónigo: "Es famoso, salió en la televisión". Y el otro dijo: "También sale la coca cola". Dimos vueltas y al ver de nuevo al cura le dio con el hombro en el hombro y le dijo: "¿Qué? ¿Nada, verdad?" No consiguió su idea de subirse al campanario y dibujar en medio de las palomas.

Luego dábamos vueltas por el barrio marinero de Cambados tomando tazas de Barrantes. Hablábamos con marineros durante horas mientras tomábamos queso sobre los suelos de tierra. Tenía todos los restaurantes de la ciudad llenos con sus cuadros. Y las lápidas del cementerio estaban llenas con sus epitafios.

El cementerio tenía unas ruinas con unos arcos góticos rotos que parecían de un cuadro romántico alemán. Le gustaba el romanticismo grotesco y valleinclanesco. Le gustaba lo tortuoso y lo nocturno. Andaba en una moto diminuta con su cuerpo rechoncho en las afueras del pueblo cazando mariposas. Tenía una colección mágica de mariposas y de pieles de serpientes.

Al final hacía manchas disueltas que eran como los colores de Bacon sin las figuras

No le importaba nada, solo pintar y beber. Nunca sería un producto comercial. Solo fascinaba a sus amigos y deslumbraba con sus cristos locos y sus brujas desgarradas. Al final hacía manchas disueltas que eran como los colores de Bacon sin las figuras.

Leiro le copiaba. Los pontevedreses mucho más famosos que él eran mucho más insípidos. Vivía como un sonámbulo. Ni siquiera le ponía sello a las cartas. Hablaba como si estuviera solo durante horas, pero luego descubrías que se había dado cuentas de tus cosas mejor que nadie. Hablaba con una carraspera permanente y siempre estaba exclamando: "Arre, carallo". Si algo le parecía intenso decía: "Esto tiene ponzoña".

Editaba libros que él mismo ilustraba y encuadernaba. Traducía los poemas de Robert Burns y les ponía dibujos. En Ópera Parienta le dedicaba poemas a las letras, a las putas de los coches y a los hoteles oscuros. En Un puñado de poemas hablaba de llamadas agobiantes, de las hierbas emponzoñadas, del coco gigante nocturno.

En El pozo prohibido decía: "Tengo la impresión de que el sufrimiento no cambia, solo cambia la esperanza". Ponía una cita de Heidegger: "La palabra es un gran peligro, el peligro de los peligros para el hombre". Y él quería meter en las palabras aquel peligro. Zarandearnos con el humor y el desgarramiento. Apabullarnos con paradojas y visiones desquiciantes.

Hace treinta años que no lo veo, pero me repito sus versos en que se aparta de la multitud: "Multitud errante de grito sabidúrico, como manada de búfalos oligofrénicos;/ sobrevives por tus campiñas blancas/ el soberbio temporal de plazas enviudadas".

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